Capítulo 8

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Abbie intentó borrar de su mente esos últimos minutos con Levi. Se quitó los guantes de goma y miró sus manos. Tenía la piel colorada, irritada. A pesar de todas las precauciones que
había tomado, fue imposible que no le entrara agua. Tenía que acordarse de humectar sus manos con abundante loción una vez que llegara a casa.
―A veces, el león te atrapa a ti.
Aquellas palabras hacían eco en sus oídos mientras guardaba los artículos de limpieza en el armario. Oyó a la señora Thomas que cantaba en voz baja en la cocina. Se apoyó en el marco de la puerta y suspiró. Tenía que dejar de pensar en él. Después de todo, no eran amigos ni nada
por el estilo.
― Abbie ― la llamó la señora Thomas ―. Las bandejas están listas para preparar.
Entró de inmediato en la cocina, feliz por tener algo que hacer para mantenerse ocupada. Pero no resultó. Acomodar cubiertos no requería tanta destreza mental como para distraer sus pensamientos de Levi. No podía borrar aquel rostro de su mente. Perecía tan, tan...
― Abbie ¿Qué estas haciendo?. ―La voz de la señora Thomas interrumpió sus cavilaciones.
― ¿Eh? ― Se sobresaltó, asustada. Vio a la mujer que miraba azorada la bandeja. ― Oh, me distraje. Supongo que Jamie no necesita tres juegos de cubiertos.
― Mmm. Me parece que estabas pensando en algo muy serio ― comentó la señora Thomas, con un tono cordial ―. ¿Será que este lugar comienza a afectarte?
― ¿Afectarme? ― repitió Abbie. Por supuesto que sí. Afectaría a cualquiera. Santo Dios.
Acababa de pasar las últimas dos horas refregando inodoros y conversando con gente que estaría muerta para Navidad. ― ¿Quiere saber si me deprime?
― Algo así. ― La mujer se dirigió a la cocina y levantó la tapa de la cacerola con los spaghetti.
― ¿Quieres hablar del tema?
Abbie la contempló detenidamente. En los tres días que llevaba trabajando allí, siempre había
visto a la cocinera con una sonrisa a flor de labios y una palabra afectuosa para todo el que pasara por allí.
― ¿Cómo hace para evitar que todo esto la afecte? ― le preguntó por fin.
― No hago nada. ― Le dirigió una mirada distraída. ― Me afecta. Esto afecta a cualquiera. La gente viene aquí a pasar un par de semanas o quizás un mes; esperan la muerte y, mientras tanto, tú te encariñas con ellos. Aprendes a quererlos, te preocupas por su bienestar, y de pronto te sorprendes rezando para que se produzca un milagro, por que no quieres que se mueran. Se volvió y miró a Abbie. Pero se mueren de todas maneras y me molesta. Especialmente cuando se trata de personas jóvenes.
― ¿Cómo Levi?
La expresión de la mujer se convirtió en una sonrisa serena.
― Ese chico es especial.
― ¿Por qué?
― Tiene tanto para dar en este mundo. ― Meneó la cabeza. ― No es como la mayoría de los jóvenes. Es distinto. Sensible. Mira las cosas desde otra óptica porque se ha visto obligado a enfrentar algo que un chico a su edad no tendría por que asumir. Su muerte parece una
injusticia. Cuando por fin le llegue la hora se me destrozará el corazón.
― ¿Entonces por qué hace esto? ¿Por qué se queda aquí?
― Es mi trabajo.
Abbie meneó la cabeza.
― Usted es muy trabajadora y una excelente cocinera. Conseguiría trabajo en cualquier parte.
― Bueno, gracias. ― La señora Thomas sonrió, orgullosa por el cumplido hacia su comida. ― Eres mucho más perspicaz de lo que creí. Sí, lo hago por que quiero. Por que alguien tiene que hacerlo y ese alguien bien puedo ser yo. Por lo menos, tengo oportunidad de dar a los pacientes un poco de alegría y bienestar en sus últimos días. Es lo que la Biblia nos manda y yo obedezco.
― Es religiosa.
― En un lugar como éste ― contestó, volviendo su atención a la cacerola ―, un poco de fe ayuda.
― Supongo que sí. ― Si bien detestaba reconocerlo, aunque fuera ante sí misma, sentía curiosidad por saber más de Levi. ― Eh... ¿Cuánto tiempo se queda?
― Dos meses, tal vez tres.
Se puso tensa.
― ¿Qué es exactamente lo que tiene? ― Polly ya le había contado, pero una parte de sí quería oírlo de otros labios. ― ¿Qué le pasa?
― El corazón no le funciona como corresponde. ― Meneó la cabeza con tristeza. Los médicos lo han intentado todo, pero sin éxito.
― ¿No puede recibir un transplante o algo?
― No. Las válvulas y el tejido que las rodea están tan dañados por la infección virósica, que un transplante sería imposible.
Polly le había dicho lo mismo, pero ella sospechaba que tal vez habría otra razón por la que no podía conseguir un donante.
― ¿Están completamente seguros de eso? Quiero decir, ¿cómo saben que no resultará? Si es una cuestión de dinero...
― No es por dinero ― la interrumpió la señora Thomas, y se volvió para mirarla a los ojos ― Así es la medicina. No hay razón para practicar un transplante si no va a dar resultado. Y es una lástima. Ese chico no sólo es inteligente, sino talentoso. Un artista con todas las letras.
Tendrías que ver sus pinturas.
La chica se quedó contemplando con detenimiento a la cocinera y tuvo que contenerse para no seguir discutiendo con ella respecto de la negativa a practicar un transplante de corazón a Levi. La señora Thomas no le mentía. Por la expresión de su rostro, cualquiera se habría dado cuenta de que la idea de su muerte la perturbaba tanto como a ella. Si no había manera, no la había y punto.
― ¿Pinta? ― preguntó ―. ¿Cuadros?
― Ajá. Y no simplemente, en Los Ángeles. Un mural. Salió fotografiado en el periódico. Se interrumpió cuando la señora Meeker, la enfermera de turno, entró en la cocina a buscar café.
Las dos mujeres comenzaron a charlar entre sí y dejaron a Abbie sola con sus pensamientos.
Terminó con las bandejas y las acomodó en una pila en el carro. Mientras lo empujaba por el pasillo desierto, camino al ascensor, pensó que por un lado admiraba a la gente como la señora Thomas, pero, por el otro, la consideraba un poco extraña. No podía creer que alguien quisiera
de verdad trabajar en un lugar como ése. No entendía por qué esa mujer no salía de allí corriendo despavorida. Sabía que en cualquier momento ella se sentiría así. Esa gente estaba
muriéndose. Las lágrimas se agolparon en sus ojos cuando recordó la charla con Jamie.
Demonios. Qué agradable era. No merecía morir. Tenía apenas cuarenta y tantos años. ¡Y pensar que pocos días atrás le habría parecido todo un gerente! Ahora le resultaba
dolorosamente joven.
Sintió que una lágrima le hacía cosquillas en el mentón. Se la secó con la manga, irritada, y empujó el carro hacia el interior del ascensor. Tal vez hacerse la deprimida delante de sus
padres no sería una actuación, después de todo.
La última bandeja fue para Levi. Abbie detestaba tener que volver a su cuarto, pero no le quedaba otro remedio. Él se daría cuenta de que lo habrían dejado sin cena. Tomó la bandeja del carro y llamó a la puerta.
― Pasa ― le dijo él.
Estaba en la cama, con la cabecera levantada para poder apoyar la espalda. Abbie le llevó la bandeja, la apoyó sobre la mesa rodante y luego la colocó frente a él.
Abbie retiró la cubierta de su plato.
― Spaghetti. ― Chasqueó los labios y desenrolló los cubiertos de la servilleta en la que Abbie los había envuelto con tanta meticulosidad. ― Nadie hace los spaghetti como la señora Thomas.
Es una especialista en arte culinario.
― Es buena ― coincidió ella.
― ¿Comiste alguno de sus platos?
― Los probé un par de veces. Pero no hace falta comerlo para darte cuenta de que es excelente.
Con sólo percibir el aroma, se te hace agua la boca. ― Abbie se dio cuenta de que tenía hambre.
Lástima que no hubiera pasta para ella. Y no porque la señora Thomas le hubiera mezquinado una porción, sino porque no tenía tiempo. No podía darse el lujo de perder el autobús que la llevaría de regreso a casa. Se dirigió a la puerta y fue entonces cuando vio en los estantes de Levi el libro que había visto el día anterior.
― ¿Me lo prestas?
Levi alzó la vista, con la boca llena. Notó que señalaba el libro de bolsillo, apresuró a tragar la comida y asintió con la cabeza.
― Me pareció oír que ya lo habías leído.
― Así es ― confirmó ella, y arrebató el libro del estante antes de que Levi se arrepintiera.
Pero tengo que releerlo. Debo entregar un resumen el lunes y la biblioteca del colegio no lo tenía.
― Vaya que eres una chica de muchos recursos.
― ¿Y qué significa eso? ― Realmente, no sabía por qué siempre le daba lugar para que él la pusiera en esas situaciones.
― Exactamente lo que he dicho. Tú, que por supuesto eres la honestidad personificada, entregarás un resumen sobre un libro que ya has leído. Claro. De ese modo, te ahorrarás mucho
tiempo ― deslizó con sarcasmo.
― ¿Y con eso, qué? ― ¡Por Dios, que idiota! ― No voy a comprar una versión resumida para hacer el trabajo. Ya lo he leído.
― De todas maneras, en mi opinión, eso es hacer trampa ― le dijo, mientras se introducía otro bocado.
― ¿Eres sordo o qué? No es hacer trampa. Yo ya leí el maldito libro ― vociferó ella.
― Es hacer trampa ― insistió él ―. El objeto de entregar un resumen sobre un libro es, justamente, tener que leerlo. Si tú te basas en uno que ya has leído, el objetivo queda sin cumplir.
Abbie no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Quién era él? ¿El alumno ejemplar de la Asociación Nacional de Docentes?
― Señoras y señores, he aquí al Señor Perfecto ― retrucó Abbie, usando uno de los clichés favoritos de su amiga Jeniffer. ― No pretenderás que crea que tú nunca lo hiciste.
― Por supuesto que lo hice ― dijo él ―. Hice trampas en algunos resúmenes de libros y en uno o dos exámenes. ¿Y sabes qué? Ahora estoy arrepentido. Es una de las pocas cosas que lamento.
El comentario la dejo helada.
― ¿Por qué?
― Porqué lo más fácil no siempre es lo mejor ― respondió con franqueza ― Aprendes a enfrentar las cosas duras de la vida cuando estás en una situación como la mía.
Abbie se puso de pie y lo miró con detenimiento. No sabía que decir; tampoco qué había querido decir él en realidad.
Levi suspiró y le dirigió una sonrisa extraña.
― No tengas miedo, nena, no espero que me entiendas. Anda, llévate el libro. Ojala te saques un diez.
― Gracias ― respondió ella entre dientes ―. Más tarde volveré por tu bandeja.
Cuando regresó, Levi estaba dormido. Sin hacer ruido, abrió la puerta y entró en la habitación en puntas de pie. Notó que se le dificultaba la respiración; tenía el rostro pálido. La
luz de la lámpara que estaba sobre la mesa de noche enfocaba directamente a sus ojos cerrados, pero él seguía durmiendo. Abbie tomó la tapa metálica del plato frunció el entrecejo; las tres cuartas partes de los spaghetti estaban intactas. Recogió la bandeja. ¿Tendría que informarlo a
alguien? Levi no había comido mucho. Si bien ella no conocía mucho a los enfermos, suponía que debían alimentarse bien para no perder las fuerzas.
Cerró la puerta y llevó el carro por el pasillo, hacia el ascensor. Abajo se encontró con la señora Meeker. Cuando le mostró el plato de Levi y le dijo que se había quedado dormido
con la luz encendida, la enfermera asintió con la cabeza.
― No te preocupes por él ― le aconsejó ―. Le apagaré la luz y me aseguraré de que se acueste como es debido cuando haga mi ronda nocturna.
― Pero comió poco ― protestó Abbie. No tenía la menor idea de por qué se preocupaba tanto por Levi Jones. Si era tan ocurrente como para hacer ciertos comentarios, bien podía
cuidar de su propio cuerpo.
La señora Meeker sonrió con amargura.
― Lo sé. Nunca come mucho. Abbie, escucha mi consejo. Esta gente se está muriendo. Por más que les des toda la comida y el descanso del mundo, no evitarás ese final. Por lo tanto, no
extremes esfuerzos para salvarlos. No puedes. Si tomas las cosas demasiado a pecho, lo único que conseguirás es una úlcera.
― ¿Pero cómo hace usted para no preocuparse por ellos? ― preguntó. ¡Demonios! ¿Qué le estaba pasando? Apenas diez segundos antes había llegado a la conclusión de que Levi podía cuidarse solo, y sin embargo insistía en preocuparse porque no había terminado de comer los
malditos spaghetti. Como si él fuera a agradecerle su preocupación. Pero, por lo visto, no podía evitarlo.
― Les doy lo mejor de mí ― contestó la enfermera ―. Trato de hacerles la vida lo más placentera y cómoda posible. Siempre estoy al lado de ellos, incluso en las ocasiones en que lo
único que quieren es que me siente en silencio junto a su cama. A veces es todo lo que puedes hacer.
Abbie perdió el autobús de las siete y tuvo que tomar el de las siete y veinte. Masticando insultos por lo bajo, se subió y ocupó el primer asiento libre que vio. Llegaría tarde a cenar.
Estaba muerta de hambre y afuera había comenzado a caer la noche. Dios, tenía que irse de Lavender House con la luz del día. La idea de regresar a su casa en autobús, en plena oscuridad, superaba los límites de lo tolerable para ella.
Entró a toda prisa en un almacén antes de ir a su casa y se equipó con bastantes provisiones: una bolsa de pretzels, algunas papitas y una barra de chocolate.
― Hola, Abbie ― la saludó su madre desde el comedor ―. Llegas tarde.
Abbie dejó su mochila sobre la mesa del vestíbulo y fabricó una expresión de tristeza y melancolía en el rostro. Se dio cuenta de que no tendría que esforzarse demasiado para que su
aspecto fuera lamentable. Lo único que debía hacer era recordar a Jamie y a Levi.
Tomó su lugar en la mesa del comedor. Su padre la miró por encima de sus elegantes anteojos
y le sonrió.
― Hola, querida. ¿Por qué llegaste tan tarde?
Abbie abrió el fuego.
― Perdí el autobús. Tuve que ayudar a la señora Thomas con algunas cenas que se demoraron.
Algunos pacientes son muy lentos, es decir, tardan mucho en comer. No puedo apurarlos. No sería justo. Están en una situación tan... penosa.
Eileen miró a su esposo y luego a Abbie.
― De todas maneras, es importante que llegues a tiempo a casa ― señaló, tajante. Todavía tienes que hacer tu tarea. Date prisa y come.
Abbie miró la fuente de pollo que estaba en el centro de la mesa. Se le hizo agua la boca. Las ventanas de su nariz aletearon ante el tentador aroma. En ese momento, los pretzels, uno de sus bocadillos favoritos, perdieron todo su atractivo para ella. Pero sólo Dios sabía cuánto deseaba
no tener que volver más a ese lugar.
Segundo disparo.
― Hablando de tareas ― comenzó. Retiró la silla y se puso de pie. ― Será mejor que empiece ya. Mañana tengo prueba de francés.
― Pero no has probado bocado ― protestó la madre ―. Sé que la tarea es importante, pero también lo es tu salud.
Abbie sintió el llamado de su conciencia, pero logró ignorarlo. Quería ― no, necesitaba ― conseguir la preocupación de sus padres.
― Mi salud es perfecta, créeme. Después de trabajar en Lavender House, esa idea se te graba muy bien en la cabeza. Simplemente, no tengo apetito.
― Sin embargo, tendrías que tener hambre ― contravino Eileen-. Esta mañana tampoco desayunaste y anoche apenas picaste algo de la cena. ― Entrecerró los ojos, pensativa. ― No estarás padeciendo uno de esos desórdenes de la alimentación, ¿verdad?
De modo que había estado atenta nomás, pensó Abbie, triunfante.
― No soy anoréxica ― se defendió. Lo único que le faltaba era que sus padres también la fastidiaran por eso. ― Es sólo que no tengo mucho apetito.
― Tienes que comer algo ― recomendó su padre. Se lo veía preocupado.
Abbie se encogió de hombros.
― Papá, estoy inapetente, tengo una pila de tarea para hacer y un cansancio que me mata.
Quiero dormir un poco esta noche.
Por las miradas que intercambiaron sus padres, se dio cuenta de que por fin se estaba saliendo con la suya. En un día o dos más, los tendría en un puño.
Una vez que su padre tomara conciencia de los horrendos efectos que ese lugar estaba produciendo en su adorada hija, removería cielo y tierra para sacarla de allí.

Skinny Love |Levi Jones| Nate Parker|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora