Capítulo 7

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21 de Septiembre
Querido Diario:
Como no tuve tiempo de escribir esta mañana, decidí hacerlo ahora, mientras espero el autobús. Las cosas no están saliendo como planeé. Tengo que entregar ese famoso resumen el
lunes y la biblioteca no tiene el libro que necesito. Todd me invitó a salir otra vez... A lo mejor, una de mis fantasías está por convertirse en realidad. ¿Se habrá vuelto loco por mí? Sin embargo, lo extraño de esta situación es que yo no estoy segura de querer salir con él. Anoche no pude dejar de pensar en Nathaniel, aunque no por que me parezca un buen mozo irresistible.
Me siento rara en todo. Tampoco me puedo sacar de la cabeza a ese idiota y grosero de Levi. Y por si todo esto fuera poco, mis padres se han puesto tan pesados que no se dan cuenta de nada. Mamá ni siquiera reparó en que no probé bocado en el desayuno esta mañana.
Si la situación se prolonga demasiado, moriré de inanición antes de que logre machacar en sus cabezotas que estoy terriblemente deprimida. ¿O debo decir que he caído en un pozo depresivo? Lo que fuera; mi plan se está yendo a pique. Tal vez deba mejorar mi actuación.

El chillido de unos frenos aerodinámicos avisó a Abbie que había llegado el autobús. Guardó el
diario en su mochila a las apuradas, se puso de pie y desenterró del bolsillo de sus jeans el cambio justo que tenía preparado para pagar su pasaje. Ése era otro tema que la fastidiaba: tener siempre a mano las monedas para el dichoso transporte.
En lugar de bajarse en la parada que quedaba en la puerta del Hogar, esperó la siguiente, ubicada frente al bar. Cruzó la calzada corriendo, empujó las pesadas puertas de vidrio y abrió.
Se sentó en uno de los bancos y miró a su alrededor, buscando a Nathaniel.
El lugar estaba casi vacío. Algunos clientes ocupaban un par de reservados y también había un
hombre inclinado sobre su periódico, al otro lado del mostrador.
Nathaniel entró por unas puertas vaivén que estaban detrás de la barra. Llevaba una pila de bandejas llenas de vasos. Abbie no pudo contener el impulso de mirar el movimiento de los potentes músculos de sus brazos. Sólo esperaba no haberse puesto demasiado en evidencia. Pero le sobraba media hora y no había muchas formas de matar el tiempo en ese lugar.
Sacó su libro de francés, lo abrió y trató de concentrarse en la conjugación de los verbos.
Imposible. Nathaniel la distraía demasiado. Con disimulo, lo espió de reojo mientras descargaba las bandejas sobre el mostrador de atrás. Cuando se volvió para acercarse a ella, Abbie bajó la vista automáticamente.
― Hola ― la saludó. Sacó su anotador y el lápiz. ― ¿Qué vas a tomar?
― Una Coca. -Se quedó contemplando su espalda mientras trabajaba. Con movimientos firmes y seguros, llenó el vaso con hielo picado. Luego lo colocó debajo de la máquina expendedora.
Parecía tener mucha confianza en sí mismo.
Se volvió y colocó la bebida frente a ella.
― Gracias.
Él le sonrió.
― No vives aquí. ― Fue una afirmación, no una pregunta.
Abbie desenvolvió la pajita y la deslizó dentro del vaso.
― Vivo en el este.
―Con calma Abbie ― se dijo ―. Tranquila.
― ¿Qué haces por aquí, entonces?
― Trabajo como voluntaria aquí enfrente. Pero mi turno comienza a las y media.
― ¿Voluntaria? ¿Te refieres al Hogar, a Lavender House?
Abbie sonrió.
― Sí. ¿Te sorprende?
Nathaniel se encogió de hombros.
― Me pareces muy joven. Eso es todo.
― Tengo diecisiete ― dijo, ganando cada vez más confianza. La mirada de él delataba que estaba impresionado. Abbie decidió hacer un nuevo avance. ― Además, creo que debemos
ayudarnos unos a otros, ¿no?
― Claro. ― Nathaniel tomó la cafetera y vertió un poco más de la humeante bebida en la taza del hombre sentado en el extremo de la barra, quien le agradeció entre dientes. ― Pero yo, entre el trabajo y la escuela, ayudar al prójimo es un lujo que no puedo darme. Con esto no quiero decir que esté mal lo que haces. Al contrario, me parece maravilloso.
― Te hace sentir bien ― acotó Abbie.
― Sí, lo sé. Nosotros también aportamos nuestro granito de arena. Henry, el propietario de este lugar, a veces me pide que vaya a llevar un pastel o una Tarta al Hogar. No es mucho, pero al menos colaboramos. Algunos pacientes vienen a tomar café. Si no estoy muy ocupado, les doy
charla o jugamos una partida rápida a los naipes.
― Es muy amable de tu parte. ― Apuró un sorbo de Coca. ― ¿A qué colegio vas?
― Landsdale JC. Espero poder ir a Santa Barbara después de eso ― dijo él ―. ¿Cómo te llamas?
― Abigail Stevenson. ¿Y tú? ― preguntó ella, aunque ya lo sabía.
― Nathaniel Parker. ― Le obsequió una amplia sonrisa. ― Supongo que te veré muy seguido por aquí. Ah... Con respecto al otro día, en el autobús.
― ¿Qué? ―¡Demonios! Se acordó. Ahora creerá que soy una idiota.
― Oh, no es nada.
Mientras él atendía un cliente y a otro, conversaron hasta que Abbie tuvo que marcharse. Se enteró de que Nathaniel vivía con su madre viuda, que estudiaba en la universidad y que aspiraba a convertirse en psicólogo algún día. Notó que había despertado interés en él. Lástima que no tuviera auto. Pagó la cuenta y pensó que, si empezaban a salir juntos, tal vez sus padres se apiadaran de ella y le devolvieran su licencia de conducir.
Estaba de muy buen ánimo cuando subió las escalinatas de Lavender House. Hasta saludó a la señora Drake con una sonrisa de oreja a oreja. Sin embargo, su humor cambió cuando le
asignaron la tarea del día: limpiar los baños. Esperaba recordar como se hacía. La última vez que había cumplido con esa tarea tenía doce años. Desde entonces, en su casa contrataron una mucama para la limpieza.
Una hora y media después, se dio cuenta de que, al fin y al cabo, no había sido tan terrible como creyó en un primer momento. Enjuagó el lavabo de la habitación de Jamie Brubaker y se quitó los guantes de goma. Al abrir la puerta del baño encontró a Jamie, un paciente con sida, descansando muy tranquilo. Momentos antes, luego de una conversación de diez minutos con él,
había decidido que era una persona muy interesante. Antes de enfermarse, se desempeñaba como piloto en una aerolínea.
Sin embargo, se alegró de que estuviera dormido. Pobre. Hasta una breve charla lo agotaba.
Una vez fuera, colocó el balde con los artículos de limpieza en el carro y tachó la habitación.
Sólo le quedaban dos y luego podría bajar para preparar las bandejas con la cena. Esa tarea le gustaba. Por lo menos, mientras acomodaba los platos y envolvía cubiertos tenía alguien con quien hablar. Empujó el carro por el pasillo y frunció el entrecejo al notar que el próximo baño que le tocaba era el de Levi. Tal como le habían indicado, golpeó suavemente la puerta y luego asomó la cabeza. Le habían dicho que, si los pacientes estaban durmiendo, no tenía que molestarlos a menos que fuera estrictamente necesario.
Levi estaba sentado junto a la ventana.
― Pasa ― le dijo, en voz baja.
― Vengo a limpiar tu cuarto ― explicó.
― Adelante. ― Le sonrió con simpatía.
Abbie apoyó el balde con sus cosas en el piso y comenzó a cerrar la puerta.
― Déjala abierta ― indicó Levi.
Abbie alzó la cabeza y lo vio de pie afuera.
― ¿Por qué? ― le preguntó ―. ¿Te espanta verme refregando lavabos?
― Lavabos no ― corrigió, apoyado contra el marco ―. Inodoros.
― Muy gracioso. ― Estuvo tentada de cerrarle la puerta en la nariz, pero lo cierto era que se alegraba de tener alguien con quien conversar. ― ¿Por qué no estás en la cama?
― Porque no estoy cansado. Y necesito compañía. Hasta la tuya me vendría bien.
― Muchas gracias. ― Roció la bañera con un producto de limpieza. ― Debes de estar muy desesperado para sentir necesidad de hablar conmigo. ― Experimentó una repentina irritación.
De acuerdo, puede que ella estuviera en mejores condiciones que él y tampoco trabajaba allí por que era generosa, pero eso no le daba derecho de ser tan... tan... despectivo. ― ¿Qué pasa? ¿No tienes amigos?
Levi se rió y apartó un mechón de pelo de sus ojos. El gesto atrajo la mirada de Abbie a sus manos y brazos. Eran tan delgados, que parecían piel y hueso; las venas de las manos se marcaban claramente en su piel. La irritación de Abbie desapareció al ver la enfermedad.
Habría apostado su mensualidad entera a que debajo del conjunto deportivo de algodón que llevaba puesto, el resto de su cuerpo estaría igualmente arruinado.
― La mayoría de mis amigos viven en Los Ángeles. Y a diferencia de los tuyos, papi no les regaló un auto para su decimoséptimo cumpleaños.
― Es bueno que te enteres de que yo viajo en autobús ― refunfuño Abbie, despidiéndose de su compasión.
― Sí, pero apuesto a que tienes un auto.
Ella cerró la boca y colocó el trapo de limpieza debajo del grifo. Moribundo o no, era un idiota. Si tenía o no razón, era tema aparte. Claro que tenía auto. ¿Y con eso qué? ¿Acaso tenía que sentirse culpable porque sus padres trabajaban mucho y le regalaban cosas bonitas?
― Lo tienes, ¿verdad? ― continúo él ― -. ¿Qué marca es? ¿Un llamativo convertible, un juguete que cuesta mucho dinero y que papi no quiere que traigas a un barrio como éste?
― No es un convertible ― contestó ella. Abrió el grifo y enjuagó con abundante agua los bordes de la bañera. ― Es un auto chico.
― ¿Entonces por qué vienes en el autobús?
Tuvo intenciones de decirle que no quería traerlo a ese barrio humilde por lo que él había conjeturado, pero, para su asombro, no le pareció bien mentirle.
― Cuando me arrestaron, mis padres me quitaron la licencia.
― Un golpe bajo, ¿eh? ― murmuró, aunque Abbie supo que no sentía ninguna pena por ella ―. Por lo menos, la recuperarás cuando hayas cumplido tu condena. A propósito, ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?
― Tengo que cumplir trescientas horas de servicio comunitarios ― contestó, mientras se levantaba del piso ―. A razón de veinte horas por semana, saca la cuenta. Si necesitas ayuda, puedo prestarte la calculadora que tengo en mi mochila.


― Puedes guardártela. Siempre he tenido diez de promedio en matemáticas ― le contestó.


Volvió a reírse.


Ella se sorprendió.


― ¿De veras?


― Por supuesto ― repuso, orgulloso ―. ¿Qué pensabas? ¿Que los que tenemos nombres raros sólo servimos para atacar a la gente en patota y manejar cascajos?


― Yo no dije eso ― se defendió, molesta porque él estaba acusándola de encasillar a las personas en estereotipos racistas.


― ¿Entonces por qué te sorprendieron mis calificaciones?


― Porque sí, eso es todo. ― Levi estaba incomodándola. Abbie estaba asombrada de sí misma. Nunca se había creído prejuiciosa. Pero si así era, ¿por qué se había asombrado tanto al enterarse de sus calificaciones?


― De acuerdo ― admitió él, cauteloso ―. Tal vez no me creías un rufián violador de mujeres.


― Y tal vez yo no debí sorprenderme tanto ― concedió ella. Por alguna extraña razón, se sentía obligada a ser honesta con ese chico. ― De todas maneras, lamento haberte ofendido.


― No te preocupes. Yo tampoco debí haberte atacado de inmediato. Supongo que soy un poco sensible en cuanto a los sajones. Para que sepas, toda mi vida he sido un alumno de diez. Me otorgaron una beca para la universidad. ― Se encogió de hombros y concentró su atención en


las cerámicas del piso. ― Por supuesto, jamás llegaré a usarla.


Abbie lo miró fijo. No sabía qué decir. Sí bien Levi no era santo de su devoción, en ese momento le inspiraba una profunda tristeza. Una beca completa y jamás tendría oportunidad de poner un pie en la universidad. Recordó su modesto seis cincuenta de promedio y la insistencia de sus padres para que lo levantara. Dios, que injusto. Idiota o no, Levi Jones se había quemado las pestañas para ingresar a la universidad. Nadie tenía esas calificaciones si no se mataba estudiando.


― Oye, te pido disculpas. Realmente debes de haberte esforzado mucho, tantos diez no pueden salir de la galera.


― No me compadezcas ― le dijo él y levantó la mirada buscando la suya. Sus ojos eran oscuras cavernas de antigua sabiduría. Infinitamente tristes, infinitamente comprensivos. Abbie sintió un nudo en la garganta. Movió los labios, luchando por decir algo... pero no hubo palabras. No había nada que decir.


― A veces ― continuó Levi en un tono suave ―, tú atrapas al león. Otras, el león te atrapa a ti.

Skinny Love |Levi Jones| Nate Parker|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora