Capitulo Cuatro

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Me recoste contra el árbol mientras esperaba a Chuck. Recorrí con la vista el recinto del Área, este nuevo espacio de alucinación donde parecía destinada a vivir. Las sombras de los muros se habían alargado notablemente, y ya trepaban por los bordes de las
fachadas cubiertas de hiedra del otro lado.


Al menos, eso me ayudó a orientarme: el edificio de madera se ubicaba en la esquina noroeste, entre las tinieblas que se oscurecían cada vez más. El bosquecillo se encontraba al suroeste.
La zona de la granja, donde todavía se veía a unos pocos trabajadores entre los cultivos, se extendía por toda la parte noreste del Área. Los animales estaban en el rincón sureste, mugiendo, aullando y cacareando.

Justo a la mitad del patio, el enorme agujero de la Caja seguía abierto, como invitándome a saltar en él e irme a mi casa. Cerca de allí, unos seis metros hacia el sur, había un edificio
bajo, de toscos bloques de concreto, sin ventanas y con una amenazadora puerta de hierro
como única entrada. Tenía una gran manija redonda que parecía una rueda de acero, como las que hay en los submarinos. A pesar de lo que había visto hacía un rato, no sabía qué
sensación era más fuerte: la curiosidad por saber qué había adentro o el miedo de descubrirlo.

Estaba por examinar las enormes aberturas en la mitad de las paredes del Área, cuando llegó Chuck con sandwiches, manzanas y dos vasos metálicos con agua. Una profunda
sensación de consuelo se apoderó de mi: no estaba totalmente sola en ese lugar.

—Sartén no se mostró muy feliz al verme asaltar la cocina antes de la hora de la cena —aclaró, sentándose al lado del árbol y haciéndome una seña para que lo imitara. Tomé un sandwich pero luego dudé al recordar la imagen espeluznante y monstruosa que había visto en la choza. Sin embargo, pronto el hambre ganó la partida y le di un gran mordisco. El maravilloso gusto del jamón, el queso y la mayonesa inundaron mi paladar.

—Ay, Dios —masculle con la boca llena—. Estaba muerta de hambre.

—Te lo dije —repuso Chuck, y atacó su propio sandwich.

Después de un par de bocados, por fin me atreví a hacer la pregunta que me
estaba atormentando.

—¿Cuál es realmente el problema del tal Ben? Ya ni siquiera tiene aspecto humano.

—No sé —murmuró el gordito distraídamente—. No lo vi.

Me di cuenta de que el chico no era sincero, pero decidí no presionarlo.

—Bueno, créeme, es mejor que no lo veas.

Continúe comiendo, mordisqueando una manzana, mientras analizaba las grietas profundas de los muros. Aunque no podía ver bien desde donde se encontraba, había algo raro
en los bordes de las piedras que estaban en las salidas hacia los pasillos del exterior. Tuve una inquietante sensación de vértigo al mirar las altísimas paredes, como si estuviera suspendida arriba de ellas en vez de estar sentada en la base.

-¿Qué hay allí afuera? -pregunté-. ¿Acaso esto es parte de un gran castillo o algo parecido?

Chuck titubeó. Se le veía incómodo.

—Humm, yo nunca salí del Área.

Me mantuve en silencio durante algunos segundos.

—Estás escondiendo algo -repuse por fin, mientras terminaba el último bocado y bebía un largo trago de agua.

La frustración de no recibir respuestas de nadie comenzaba a destrozarme los nervios. Y saber que, aun si realmente me contestaran, podrían no estar
diciéndome la verdad sólo me hacía sentirme peor—. ¿Por qué son tan misteriosos?

—Lo que ocurre es que las cosas son muy extrañas por aquí, y la mayoría de nosotros no sabe todo. Ni la mitad de todo.

Me molestaba que Chuck no pareciera preocupado por lo que acababa de decir, que le resultara indiferente que le hubiesen arrebatado su propia vida. ¿Qué problema tenía esta gente? Me puse de pie y comencé a caminar hacia la abertura del este.

—Bueno, nadie dijo que no podía dar una vuelta por los alrededores.

Tenía que averiguar algo o me volvería loca.

—¡Hey, espera! —gritó Chuck, corriendo tras de mi—.Ten cuidado, que están por cerrarse —agregó, muy agitado. —¿Cerrarse? —repetí—. ¿Qué estás diciendo? —Las Puertas, larcha.
—¿Puertas? No veo ninguna puerta.

Me di cuenta de que Chuck no estaba inventando nada. Había algo obvio que se me estaba escapando. Una rara inquietud me embargó y, sin pensarlo, reduje el paso. Ya no estaba
tan interesada en llegar hasta los muros.

—¿Cómo llamarías a esas grandes aberturas? —preguntó Chuck, señalando los enormes huecos de gran altura de las paredes. Se encontraban a sólo diez metros de distancia.

—Yo las llamaría grandes aberturas -respondí, buscando contrarrestar mi
inquietud con sarcasmo, aunque sabía que no me estaba dando resultado.

—Bueno, son Puertas y se cierran todas las noches.

Me detuve, creyendo que Chuck estaba equivocado. Miré hacia arriba, hacia cada lado, examiné los inmensos bloques de piedra, y entonces el desasosiego se convirtió en terror.

—¿Qué quieres decir con eso de que se cierran?

—Puedes comprobarlo por ti misma en un minuto. Los Corredores regresarán pronto, y entonces esos grandes muros se van a mover hasta que los huecos queden cerrados.

—Estás enfermo de la cabeza —exclamé. No me imaginaba cómo esas
gigantescas paredes pudieran ser movibles. Me sentía tan segura de eso que me relaje, pensando que Chuck me estaba haciendo una broma.

Llegamos al inmenso hueco que conducía al exterior.

—Ésta es la Puerta del Este —explicó Chuck, como quien muestra con orgullo una obra de arte de su creación.

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