Capítulo Dos

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Las manos amistosas no dejaron de revolotear alrededor de mi hasta que me puse de pie y lograron quitarme el polvo de la camisa y el pantalón. Todavía estaba deslumbrada por la
claridad, me tambale un poco. Me consumía la curiosidad, pero aún me sentía muy confundida como para prestar atención a aquello que me rodeaba. Mis nuevos compañeros se quedaron en silencio mientras yo recorría el lugar con la vista, tratando de abarcar todo.
Los chicos me miraban fijamente y reían con disimulo al ver me girar con lentitud la cabeza; algunos estiraron la mano y me tocaron. Debían de ser por lo menos unos cincuenta: sudorosos,
con la ropa manchada como si hubieran estado trabajando duro; eran de todos los tipos, tamaños y razas, con el pelo de distintos largos. Pero lo más sorprendente era que todos eran hombres, no veía absolutamente ninguna mujer.

De repente, me sintí mareada por el constante parpadeo de mis ojos, que no dejaban de observar a los chicos ni el extraño sitio al que había llegado.

Nos hallabamos en un enorme patio, superior en tamaño a una cancha de fútbol, bordeado por cuatro inmensos muros de piedra gris, cubiertos por una enredadera tupida. Las paredes
debían de tener más de cien metros de altura y formaban un cuadrado perfecto. En la mitad de
cada uno de los lados había una abertura tan alta como los mismos muros que, por lo que pude
ver, conducía a unos pasadizos que se perdían a lo lejos.

—Miren a la Novata, ¿una chica? ¿Qué diablos esta pasando? ¿Es el fin del mundo?—dijo una voz áspera, que no pude distinguir a quién pertenecía—
Se va a romper su cuello por inspeccionar su nueva morada.

Varios chicos rieron.

—Cierra la boca, Gally —respondió una voz más profunda. Me concentre nuevamente en las decenas de extraños que me contemplaban. Sabía que tenía aspecto de estar aturdida, pues me sentía como si me hubieran drogado.

Un chico alto, de pelo rubio y mandíbula cuadrada, se acercó a mi con rostro inexpresivo y me sonrió. Otro, bajo y regordete, se movía nerviosamente, mirándome con los ojos muy abiertos. Un muchacho de aspecto asiático, fornido y musculoso,
se cruzó de brazos mientras me examinaba, con la playera arremangada para mostrar sus
bíceps. Otro, de piel oscura, frunció el entrecejo.
Una infinidad de caras lo observaba atentamente.


—¿Dónde estoy? —pregunte, sorprendida al escuchar mi voz por primera vez desde la
pérdida de memoria. Me sonó algo extraña, más aguda de lo que hubiera imaginado.

—En un lugar no muy bueno —dijo el muchacho de piel oscura—. Relájate y descansa.

—¿Qué Encargado le va a tocar? —gritó alguien al fondo de la multitud.

—Ya te lo dije, larcho —respondió una voz chillona—. Es nueva, así que será Fregón, ni lo dudes —agregó, y lanzó una risita tonta, como si acabara de decir la cosa más graciosa del mundo.

Al escuchar tantas palabras y frases sin sentido, volvi a sentir que el desconcierto presionaba mi pecho. Larcho. Miertero. Encargado. Fregón. Brotaban tan naturalmente de las
bocas de todos que me resultaba extraño no entenderlas. Estaba desorientada: parecía que la
memoria perdida también se hubiera llevado parte de mi lenguaje.

En mi mente y en mi corazón se había desencadenado una batalla de emociones.

Confusión. Curiosidad. Pánico. Miedo.

Pero mezclada con todo eso, había una oscura sensación de absoluta desesperanza, como si el mundo se hubiera acabado, borrado de mi
cabeza, y hubiese sido reemplazado por algo terrible. Quería correr y esconderme de esa gente.

El chico de la voz áspera estaba hablando.

—...ni siquiera hizo tanto. Te apuesto lo que quieras que así es.

Aún no podía ver su cara.

—¡Dije que cerraran la boca! —gritó el muchacho de piel oscura—. ¡Sigan así y se quedarán sin recreo!


Ése debe ser el líder, concluí, al tiempo que sentí odio al ver cómo todos lo
admiraban. Luego me dedique a estudiar la zona, a la que el chico había llamado el Área.

El piso del patio parecía estar hecho de grandes bloques de piedra. Muchos de ellos tenían grietas llenas de hierba y malezas. Cerca de una de las esquinas del cuadrado había un edificio extraño y ruinoso de madera, que contrastaba con la piedra gris. Estaba rodeado de
unos pocos árboles, cuyas raíces parecían garras que perforaban la roca en busca de alimento.
En otro sector se encontraban las huertas. Desde donde se hallaba, podía distinguir plantas de maíz, de jitomate, y árboles frutales.

Al otro lado del recinto había corrales de ovejas, cerdos y vacas. Un gran bosque ocupaba el último recodo. Los árboles cercanos parecían secos y sin vida. El cielo era azul y no
había ni una nube; sin embargo, a pesar de la claridad, no alcancé a ver ninguna huella del sol.

Las sombras que se arrastraban por los muros no revelaban la hora ni la ubicación: podía ser
temprano en la mañana o la última hora de la tarde. Mientras respiraba profundamente tratando
de calmarme, fui atacada por una combinación de olores: tierra recién trabajada, abono, pino, algo podrido y algo dulce. Por alguna razón desconocida, sabía que así debía oler una granja.

C R U E LDonde viven las historias. Descúbrelo ahora