Capítulo XIX

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Kat

Miré donde anteriormente había estado el dios de la guerra, ya no se encontraba allí. En su lugar, había dejado una pequeña llama en el borde de la fuente.

—¿Qué quieres decir? —pregunté girándome hacia Frank mientras caminaba hacia ellos.

—No lo sabemos —contestó Reyna caminando apresurada—. Acabamos de recibir un mensaje Iris de Percy Jackson, la verdad, no veía nada. Todo estaba oscuro, sólo se oía su voz. Dijo que algo había ocurrido y que enviara refuerzos lo antes posible, si se podía, en menos de veinte minutos.

¿Veinte minutos? Imposible. Ir de San Francisco hasta Nueva York era cruzarse todo Estados Unidos.

Los centinelas de Reyna abrieron torpemente las puertas doradas dejando entrar a la apurada pretora y a mi. Una vez dentro del principia, Reyna silbó llamado a sus perros aurum y argentum quienes suplantaron al par de romanos como acompañantes. Se notaban un poco nerviosos, pero aún así, su orgullo de perro los obligaba a mantenerse firmes para ofrecer valor a su propietaria.

Salimos como un huracán del principia para encontrarnos con una escena un poco caótica: romanos corriendo de aquí para allá buscando armas; chicos golpeado fuertemente en las puertas de las cohortes para que se despertarán los que aún no lo habían hecho; los unicornios estaban asustados y corrían en manadas, me preocupaba el hecho de que pudieran pasar por encima de algún campista.

Frank salió a correr para intentar mantener a los unicornios en calma.

—¿Qué piensas hacer? —pregunté a Reyna quien veía la escena estupefacta.

—No lo sé, ni siquiera tenemos transporte para enviar a más de doscientos romanos desde San Francisco hasta Nueva York en menos de veinte minutos —murmuró Reyna preocupada con unas sombras de lágrimas asomándose en sus ojos. Aurum y argentum dieron vueltas a sus pies intentando protegerla. Reyna volteó a mirarme y dijo sonriendo levemente:— Me encanta tu cabello.

Reí y le golpeé suave en el hombro.

—No estamos aquí para hablar de mi cabello, ¿o sí? —dije levantando una ceja—. Estamos aquí para confiar en la mejor pretora que haya tenido el Campamento Júpiter, de la cual estoy segura que sabrá manejar esta situación mejor que nadie.

—Eso espero. . . —susurró Reyna.

—¡Eh, Reyna! —gritó un chico llamando nuestra atención.

—¿Qué ocurre, Chase? —preguntó Reyna poniéndose firme enseguida. «Esa es mi hermana» pensé sonriente.

—Unos pegasos acaban de aterrizar en medio del el comedor —explicó el chico apresurado—. Hemos intentado ahuyentarlos pero desisten a irse de allí. Y no creemos que piensen atacar, sólo relinchan inquietos.

Reyna y yo cruzamos unas fugaces miradas cómplices al creer entender de quiénes se trataba.

—Vamos para allá —aseguré corriendo hacia el comedor. Chase, Reyna y sus galgos metálicos siguieron mis pasos.

Al llegar al comedor, un majestuoso pegaso negro cavaba pequeños hoyos con sus pezuñas inquieto mientras que un par de romanos los estudiaban con atención a una distancia prudencial. Aparte de aquel pegaso, allí habían cinco caballos alados más, quienes miraban atentos a su alrededor esperando un ataque.

Sonreí al igual que Reyna.

Armis petentes —ordenó Reyna en latín a los campistas que rodeaban a los ansiosos pegasos.

No Todos Los Hijos de Hermes Sonríen (Nico di Angelo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora