Por la mañana, unas violentas patadas en la puerta de la tienda despertaron a Oliver
‑¡Abre de una vez! ‑gritó una voz detrás de la puerta.
‑Ya voy, señor ‑contestó Oliver vistiéndose a toda prisa.
‑Supongo que eres el mocoso del hospicio ‑siguió la voz‑. ¿Cuántos años tienes?
‑Tengo diez, señor
Oliver abrió la puerta con manos temblorosas, pero sólo vio a un muchacho de la inclusa que estaba sentado en un mojón comiendo una rebanada de pan con mantequilla.
‑Perdone ‑dijo sliver‑, ¿es usted el que ha llamado?
‑Soy el que ha dado patadas ‑rectificó el muchacho‑. Veo que no sabes con quién estás hablando. Soy el señor Noah Claypole, y tú eres mi subordinado.
Diciendo esto, propinó a Oliver una patada, y entró en la tienda pavoneándose. Y es que, Noah era un acogido de la inclusa, pero tenía padre y madre conocidos. Llevaba años aguantando sin replicar los insultos de los muchachos del barrio, y ahora que la fortuna había puesto en su camino a un huérfano sin nombre, pensaba tomarse la revancha.
Llevaba Oliver casi un mes en la funeraria, cuando al señor Sowerberry se le ocurrió una idea:
‑Querida ‑le dijo a su mujer‑, he pensado que Oliver sería perfecto para acompañar los entierros de los niños. Con la edad aproximada del muerto, causará una gran sensación.
A la mañana siguiente, el señor Bumble entró en la tienda.
Vengo a encargar un ataúd y un funeral para una pobre mujer de la parroquia. Aquí tiene la dirección.
‑Ahora mismo voy ‑contestó el de la funeraria‑. Oliver, ponte la gorra y ven conmigo.
Caminaron por calles sucias y miserables. Cuando llegaron a la casa indicada, subieron hasta el primer piso y el señor Sowerberry llamó con los nudillos. Una muchacha de unos trece años abrió la puerta y ambos entraron. Dentro de la casa, el espectáculo era estremecedor: agachado frente a una chimenea sin lumbre, había un hombre flaco y pálido; a su lado, una vieja sentada en un taburete; más allá, unos niños harapientos mirando hacia el cadáver que yacía en el suelo cubierto con una manta. Cuando el señor Sowerberry hizo intención de acercarse al cuerpo sin vida para realizar su trabajo, el hombre flaco se levantó como una centella gritando:
‑¡Que nadie se acerque a mi esposa!
No obstante, el encargado de la funeraria sacó de su bolsillo una cinta métrica y se arrodilló junto al cuerpo sin vida.
‑¡Ah! ‑gimió el hombre hincándose de rodillas junto a la difunta‑. ¡La han matado de hambre! Fui a mendigar para ella y me metieron en la cárcel.
Al día siguiente, se celebró el entierro. Cuando el señor Sowerberry y Oliver, volvían a la funeraria, el hombre preguntó:
‑Bueno, muchacho, ¿te gusta este oficio?
‑La verdad es que no mucho, señor‑contestó.
‑Ya verás, todo es cuestión de acostumbrarse.
Transcurrido el mes de prueba, Oliver pasó a ser aprendiz oficialmente. A Noah le corroía la envidia de ver ascendido al pequeño Oliver y desde entonces, se propuso hacerle la vida imposible. Cierto día en que ambos se encontraban en la cocina, el jovenzuelo empezó a tirarle del pelo y, al no conseguir sacarle una sola lágrima, recurrió al insulto.
‑Hospiciano ‑dijo Noah‑, ¿y tu madre?
‑Murió ‑contestó Oliver un poco crispado‑. Preferiná que no hablaras de ella delante. de mí.
‑¿De qué murió?
‑De pena ‑respondió Oliver con los ojos cargados de lágrimas‑. No me hables más de ella, será mejor para ti.
‑¿Mejor para m? Seguro que tu madre era una cualquiera.
Rojo de furia, Oliver agarró a Noah por el cuello, lo zarandeó violentamente y le asestó un puñetazo con tanta fuerza que lo derribó al suelo.
‑¡Charlotte! ¡Ama! ‑se puso a gritar Noah‑. ¡El nuevo me está matando! ¡Socorro!
Las dos mujeres acudieron inmediatamente a la cocina. Entre los tres propinaron a Oliver una buena paliza: Noah lo inmmovilizó, la criada lo golpeó y el ama le arañó la cara. Luego lo encerraron en el sotanillo de la basura.
‑Noah ‑ordenó la señora Sowerberry‑, corre a buscar al señor Bumble y dile que venga de inmediato.
Obedeciendo las órdenes de su ama, Noah echó a correr y no paró hasta llegar a la puerta del hospicio.
‑¡Señor Bumble! ¡De prisa, venga a la tienda! Oliver Twist se ha vuelto loco. Intentó matarme, y luego intentó matar a Charlotte y también a la señora Sowerberry.
‑Me ocuparé de ello ‑dijo el señor Bumble.
Cuando él y Noah llegaron a la funeraria, Oliver seguía dando patadas a la puerta del sotanillo.
‑¡Oliver! ‑llamó el celador en voz baja.
‑¡Sáquenme de aquiil ‑gritó Oliver.
‑Soy el señor Bumble. ¿Es que no tiemblas al oír mi voz?
‑No ‑respondió Oliver valientemente.
‑Debe haberse vuelto loco ‑intervino la señora Sowerberry‑. Ningún muchacho en su sano juicio se atrevená a contestarle de ese modo.
‑No es locura, señora‑dijo el celador‑, es comida.
‑¿Cómo? ‑exclamó la señora Sowerberry.
‑Comida, señora, comida. Usted le ha dado demasiado de comer, y ahora tiene fuerza y energía.
‑Esto me pasa por ser tan generosa ‑dijo hipócritamente.
Cuando llegó el señor Sowerberry, le contaron lo ocurrido con tantas exageraciones, que el hombre, indignado, abrió la puerta del sotanillo y sacó a rastras a su rebelde aprendiz agarrándole por el cuello de la camisa. Oliver tenía las ropas desgarradas, el pelo revuelto y la cara amoratada y arañada. Pero, a pesar de todo, seguía mostrando indignación en su rostro, y miró valientemente a Noah.
‑Dijo cosas de mi madre ‑explicó Oliver a su amo.
‑¿Y qué, si lo que dijo es cierto? ‑repuso la señora Sowerberry.
‑No lo es ‑contestó Oliver rabioso.
‑Sí, sí lo es.
El niño pasó todo el día arrinconado, sin más comida que una rebanada de pan. Al llegar la noche, lo mandaron subir a su cama; entonces Oliver rompió a llorar Cuando se calmó, envolvió lo poco que poseía en un pañuelo y se sentó a esperar el amanecer
Con los primeros rayos de sol, escapó calle arriba. Pasó por delante del hospicio y vio a uno de sus antiguos compañeros trabajando en el jardín.
‑¡Hola, Dick! ‑susurró Oliver‑. ¿Hay alguien levantado?
‑Sólo yo ‑contestó el niño.
‑No digas que me has visto. Me he escapado porque me odian y me maltratan. ¡Y tú qué pálido estás, amigo!
‑He oído decir al médico que me voy a morir, Oliver ‑dijo el niño con una leve sonrisa‑. Estoy muy contento de verte, pero no te entretengas. ¡Vete ya!
‑Quería decirte adiós, Dick. ¡Deseo que seas feliz!
‑Cuando muera, lo seré. Dame un beso ‑pidió el niño trepando sobre la puerta y echando a Oliver los brazos alrededor del cuello‑. ¡Que Dios te bendiga!