Cuando Oliver se despertó a la mañana siguiente, vio, sorprendido, que sus viejos zapatos habían desaparecido y que, en su lugar, se encontraban otros nuevos y lustrosos. No tardó mucho en entender tal cambio.
‑Esta noche irás a casa de Sikes ‑le dijo Fagin.
No le dio ninguna explicación más y Olivertampoco se atrevió a hacer preguntas. Pero antes de marcharse dejando de nuevo a Oliver solo en la casa, el ladrón le dijo:
‑Ahí tienes un libro para que lo leas mientras vienen a buscarte.
Oliver cogió el libro; en él se contaban las vidas de grandes malhechores; eran relatos de espantosos crímenes que helaban la sangre, de asesinatos secretos y cadáveres escondidos. En un ataque de pavor, arrojó el libro lejos de él, se hincó de rodillas y empezó a rezar
‑¡Oh, Dios mío! ¡Líbrame de ser autor o víctima de crímenes tan espantosos!
Estaba todavía en aquella postura, con la cabeza hundida entre las manos, cuando se sobresaltó al oír un leve ruido.
‑Tranquilo, Oli, soy yo, Nancy ‑dijo la muchacha con un susurro.
‑¿Qué te pasa, Nancy? Estás muy pálida.
‑¡Esta habitación es tan húmeda! ‑disimuló la muchacha, abrigándose con su manto‑. Vamos. Te tengo que llevar a casa de B¡ll.
Sin decir una palabra, Oliver se cogió de su mano y, tras un breve pero profundo silencio, Nancy respiró hondo y dijo:
‑Mina, Oliver, he intentado hacer algo por ti, pero ha sido en vano. Ahora no es el momento de escapar Te libré una vez de ser maltratado, y lo volveré a hacer pero esta vez debes portarte bien. Si no, sólo conseguirás perjudicarte a ti mismo, y también a mí.
Luego, enseñándole unos cardenales que tenía en el cuello y en los brazos, añadió en voz muy baja:
‑¡Mira, Oliver! Todo esto lo he pasado por ti. Si pudiera ayudarte, lo haría, pero no tengo los medios.
Nancy apretó con fuerza la mano de Oliver y salieron juntos. Se subieron a un coche de alquiler y pronto llegaron a casa de Sikes.
‑¡Buenas noches! ‑saludó Sikes, que había salido a recibirles con una vela en la mano.
Una vez dentro de la casa, el hombre se acercó a Oliver y, apoyándose en el hombro del muchacho como si estuviera muy cansado, tomó una silla y se sentó. A continuación, atrajo al muchacho hacia sí y, mostrándole una pistola, le preguntó: ‑iSabes qué es esto?
‑Sí, señor‑contestó Oliver.
‑Bien ‑dijo el ladrón, apoyando el cañón de la pistola en la sien del muchacho‑. Pues si dices una sola palabra, una bala entrará en tu cabeza sin previo aviso. ¿Entendido?
‑Sí, señor‑contestó Olivertemblando como una hoja.
A las cinco y media de la mañana, Sikes despertó a Oliver
‑¡Arriba! ‑le gritó el ladrón‑. Es tarde y no hay tiempo que perder O espabilas o te quedas sin desayunar ¡Elige!
Oliver se arregló y desayunó en un momento. Luego, se agarró de la mano del ladrón y juntos salieron a la calle.
Las calles estaban desiertas y las ventanas de las casas permanecían cerradas. Pero conforme se acercaban al centro de la ciudad, el bullicio se iba haciendo cada vez mayor. Era día de mercado: campesinos, carniceros, verduleros, charlatanes, mirones, ladrones y maleantes se mezclaban en aquel lugar Sikes fue abriéndose paso a codazos entre la gente, hasta que dejaron atrás aquel tumulto. Poco después, habían salido de la ciudad.
Caminaron durante casi todo el día. A veces, un carretero amable les subía en su carro y les ahorraba un buen trecho. Cayó la noche y, cuando dieron las siete, Oliver divisó las luces de un pueblo cercano; pero no llegaron a entrar en él y se detuvieron frente a una casa en ruinas que estaba aparentemente deshabitada. Oliver y Sikes avanzaron sigilosamente haste el portal; el hombre levantó el picaporte y la puerta cedió.
En el interior, los recibió Barney, el camarero judío de Los Tres Patacones, que los condujo a una habitación baja, oscura y destartalada. Sobre un sofá estaba tumbado un hombre alto y pelirrojo llamado Crackit que llevaba un montón de vulgares sortijas en sus mugrientos dedos.
‑¿Quién es éste? ‑preguntó sorprendido al ver a Oliver.
‑Es uno de los muchachos de Fagin.
‑¡Pues menuda facha tiene!‑ exclamó Crackit.
Descansaron un poco y, a la una y media de la madrugada, los hombres empezaron a prepararse: se cubrieron con grandes bufandas oscuras y enormes abrigos.
‑¿Lo lleváis todo? ‑preguntó Sikes‑. ¿Las pipas, los verdugos, las llaves, los taladros, los garrotes?
‑Está todo ‑contestó Barney.
Salieron de la casa y, en poco tiempo, atravesaron el pueblo que habían visto antes. A esas horas y con la niebla espesa que lo invadía todo, la aldea estaba completamente desierta. Tan sólo algún ladrido rompía de cuando en cuando el silencio de la noche. Subieron por un camino y se detuvieron frente a una casa aislada rodeada por una gran tapia. Toby Crackit trepó a ella en un abrir y cerrar de ojos.
‑Ahora, que suba el muchacho ‑dijo desde lo alto.
Sikes aupó a Oliver, y pronto se encontraron los tres al otro lado del muro. Se deslizaron cautelosamente hacia la entrada de la casa y fue entonces cuando Oliver comprendió, con angustia y pavor, que iba a participar en un robo y, quizá, en un crimen. Un sudor frío empezó a caer por sus sienes y un grito se escapó de su boca. Cayó al suelo de rodìllas a imploró:
‑¡Por el amor de Dios, tengan piedad de mil Déjenme marchar. ¡Les juro que no diré nada!
‑¡Arriba! ‑gritó S¡Ikes sacando la pistola de su bolsillo y apuntando al muchacho‑. Levántate si no quieres que tus sesos queden ahora mismo desparramados por el suelo.
En aquel momento, Toby Crackit le arrancó a su compañero la pistola de las manos y, tapándole a Oliver la boca, lo arrastró hasta la entrada de la casa.
‑¡Venga, B¡ll! ‑dijo‑. Fuerza el postigo.
Sikes obedeció y pronto se abrió un ventanuco con celosía que se encontraba a unos cinco pies del suelo. El hueco era muy pequeño, pero Oliver podía entrar de sobra por allí.
‑Ahora escucha, granuja ‑le ordenó Sikes enfocándole la cara con una linterna‑ vas a entrar por este hueco y nos vas a abrir la puerta de entrada de la casa.
En el poco tiempo que tuvo para reaccionar, Oliver había decidido que, aunque le costara la vida, daná la voz de alarma. Pero cuando ya se había metido por el hueco y estaba dispuesto a llevar a cabo su plan, oyó a Sikes gritar:
‑¡Vuelve! ¡Vuelve!
Sorprendido y asustado por los gritos, Oliver dejó caer la linterna al suelo y se quedó paralizado. Una luz se dirigía hacia él; vio las siluetas de dos hombres medio desnudos en lo alto de la escalera; sonó un disparo; se produjo una nube de humo y el muchacho retrocedió tambaleándose. Sikes lo agarró por el cuello, disparó y tiró para arriba de él.
‑¡Rápido, dame una bufanda! ‑gritó Sikes : ¡Le han dado, le han dado! ¡Dios mío, cómo sangra!
Auf3
Oliver oyó luego el repiqueteo de una campanilla, disparos y gritos. Sintió que se lo llevaban a paso rá.pido. Poco a poco, los ruidos fueron haciéndose cada vez más lejanos, y una sensación de frío mortal se apoderó de él. Luego, ya no vio ni oyó nada.