Aquella misma tarde, Monks fue llevado a la fuerza a casa A del señor Brownlow.
‑¿Cómo es posible que el mejor amigo de mi padre me trate de esta manera? ‑gritó el canalla, enfadado.
‑Sí, Edward ‑lijo en tono triste el señor Brownlow‑, tu padre era mi mejor amigo y era, además, el hermano de la mujer con la que me iba a casar si la muerte no se la hubiera llevado inesperadamente la misma mañana de nuestra boda. Pero no es de mí de quien quiero hablar, sino de tu hermano.
‑¡Yo no tengo ningún hermano!
‑¡Sabes que sib Es cierto que tú eres el único hijo del infeliz matrimonio que formaron tu padre y tu madre. Cuando tus padres se separaron, tu padre conoció a un oficial de marina, retirado y viudo, que vivía en el campo con sus dos hijas. Una de ellas se enamoró de tu padre, y él de ella; al cabo de año y medio, estaban prometidos. Fue entonces cuando tu padre recibió la herencia de un pariente que vivía en Roma y tuvo que marcharse para allá; pero la fatalidad quiso que él cayera gravemente enfermo. Tu madre y tú acudisteis inmediatamente a su lado y, al día siguiente de vuestra llegada, él murió sin dejar testamento, de modo que todos sus bienes fueron a parar a vuestras manos.
Monks, que había estado reteniendo el aliento durante todo este tiempo, suspiró entonces profundamente, manifestando un gran alivio.
‑Antes de marchar al extranjero ‑siguió el señor Brownlow‑, tu padre vino a verme y me entregó un retrato de su hermana, la que iba a ser mi esposa. También me habló atropelladamente de la deshonra que él mismo había provocado a su joven prometida. Cuando él murió, fui a visitar a esa muchacha que iba a ser madre, con el fin de acogerla en mi propio hogar, pero llegué demasiado tarde porque la familia había abandonado la región.
Monks miró entonces alrededor con una sonrisa de triunfo.
‑Cuando tu hermano se cruzó en mi camino y lo rescaté de una vida de crimen y miseria, su gran parecido con el retrato del que te he hablado me dejó impresionado. Desgraciadamente, lo secuestraron antes de que pudiera contarme su historia. Sospechando que tú podías estar detrás de todo esto, lo busqué por todas partes, pero no lo encontré hasta hace dos horas... Tienes un hermano, Edward, tú lo sabes y lo conoces. Había pruebas de ello, pero tú mismo las destruiste. Así que, si no quieres que te haga detener por cómplice del asesinato de Nancy, tendrás que contarlo todo ante testigos y devolverle a tu hermano lo que le corresponde.
‑Haré lo que usted me pida ‑aceptó Monks, viéndose sin escapatoria.
Dos días más tarde, Oliver viajaba, junto con la señora Maylie, Rose y el doctor Losberne, hacia su ciudad natal. Detrás, seguía el señor Brownlow, acompañado de Monks.
Se instalaron en un hotel de la ciudad donde les estaba esperando el señor Grimwig. Pasadas las primeras horas de ajetreo, el señor Brownlow los reunió a todos, incluyendo a Oliver, quien no pudo reprimir un grito de terror al ver entrar a Monks.
‑Este niño ‑dijo el señor Brownlow a Monks atrayendo a Oliver hacia sí‑ es tu hermanastro, fruto de la unión entre tu padre, mi amigo Edwin Leeford, y Agnes Fleming, que murió en el hospicio de esta ciudad al dar a luz. Ahora, Edward, quiero que cuentes, delante de todo el mundo, lo que tan cuidadosamente has ocultado durante estos años.
‑Está bien ‑contestó Monks‑. Cuando mi padre murió en Roma, mi madre encontró, entre sus papeles, dos documentos: el primero era una carta de amor dirigida a Agnes Fleming; el otro era un testamento.
‑¿Y qué decía? ‑preguntó el señor Brownlow.
Como Monks no contestaba, fue el propio señor Bronwlow quien lo hizo:
‑Os dejaba a ti y a tu madre una renta de ochocientas libras. El grueso de su fortuna lo dividía en dos partes: una para Agnes Fleming y otra para el hijo de ambos, es decir, para Oliver
‑Mi madre hizo entonces lo que tenía que hacer ‑gritó Monks‑: quemó el testamento y guardó la carta como prueba de la falta de mi padre. Cuando Agnes Fleming le contó la verdad a su padre, éste, avergonzado, huyó con sus hijas. Poco después, la muchacha abandonó el hogar, y aunque el padre la buscó por todas partes, no pudo dar con ella. Convencido de que su hija se había suicidado para ocultar su vergüenza, el hombre volvió a su casa y, a la mañana siguiente, apareció muerto en su cama.
‑¿Y qué pasó con el guardapelo y la alianza? ‑preguntó el señor Brownlow.
‑Los compré ‑contestó Monks‑ a un matrimonio. Ellos los habían recibido de la vieja que atendió a Agnes Fleming en el hospicio. Luego, tiré los dos objetos al río.
Fue entonces cuando el señor Grimwig salió de la habitación para volver instantes después empujando a la señora Bumble, que tiraba de su cobarde cónyuge.
‑¿Conocen ustedes a este hombre? ‑les preguntó el señor Brownlow.
‑No lo hemos visto en nuestra vida ‑contestó impasible la señora Bumble.
‑Él mantiene que les compró a ustedes unas alhajas...
‑Está bien ‑dijo la señora Bumble‑: si ese cobarde ha confesado, yo no tengo nada más que decir. Sí, le vendimos el guardapelo y la alianza de Agnes Fleming. ¿Y qué?
‑Y nada ‑repuso el señor Brownlow‑, sólo que me voy a ocupar personalmente de que no vuelvan a tener un puesto de trabajo relacionado con niños.
Después, cuando los Bumble se hubieron marchado, el señor Brownlow cogió la mano de Rose y dijo:
‑Edward Leeford, ¿conoces a esta señorita?
‑Sí ‑contestó Monks‑. Agnes Fleming tenía una hermana pequeña que fue recogida por unos humildes labradores. La niña llevó una vida miserable hasta que una viuda que vivía en Chester se apiadó de ella y se la llevó a su casa. Hoy está aquí, en esta habitación. Es la señorita Rose.
‑¡Pero no por eso va a dejar de ser mi sobrina! ‑exclamó la señora Maylie abrazando a la desfallecida muchacha.
‑¡Ahora todo será mucho más fácil! ‑intervino el señor Brownlow dirigiéndose a Rose.
Aquella noche, Rose y Oliver hallaron un padre, una hermana y una madre y, así, cada uno se encontró con su destino. Inclusive Fagin, quien aquella noche pasaba las últimas horas de su vida en una celda, a la espera de que lo ejecutaran al alba.
Rose y Harry se casaron tres meses después en una pequeña iglesia. La señora Maylie se fue a vivir con ellos y vivió dichosa los últimos años de su vida.
El señor Brownlow adoptó a Oliver y ambos se fueron a vivir, con la señora Bedwin, a un lugar cercano a aquél donde vivían los Maylie.
Monks, tras derrochar su parte de la herencia en América, volvió a las andadas y pasó largas temporadas en la cárcel, donde finalmente murió, víctima de uno de sus habituales ataques.
El señor y la señora Bumble, privados de sus cargos, fueron sumiéndose poco a poco en la miseria y murieron en el mismo hospicio donde una vez habían reinado despiadadamente sobre otros.
FINeiu�Ni0M