CAPÍTULO NUEVE. LA ENFERMEDAD DE ROSE

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Una tarde de verano, tras un largo paseo, Rose manifestó sentirse mal.

‑¿Qué te ocurre, Rose? ‑le preguntó preocupada la señora Maylie.

‑Creo que estoy enferma, tía ‑contestó ella llorando.

Rose se alejó, pálida como el mármol, hacia su dormitorio. La anciana señora, cuando se encontró a solas con Oliver, no pudo reprimir su angustia

‑¡Oh, Oliver! ‑exclamó sollozando‑. Me temo lo peor ¡Mi querida Rose! ¿Qué haría yo sin ella?

‑Estoy convencido de que Dios no la dejará morir‑dijo Oli­ves entre sollozos.

A la mañana siguiente, Rose tenía una fiebre muy alta.

‑Olives ‑dijo la señora Maylie‑, hay que mandar urgente­mente esta carta al doctor Losberne. Llévala a la posada de la aldea y échala al correo.

Oliver corrió hasta llegar a la posada. Una vez enviada la car­ta, salió del establecimiento y tropezó con un hombre de ojos grandes y negros que iba envuelto en una capa.

‑Perdone, señor‑se disculpó el muchacho.

‑Pero, ¿qué es esto? ‑gritó el hombre‑. ¡Serás capaz de salir de tu tumba para ponerte en mi camino!

Oliver, asustado por la loca mirada de aquel individuo, salió corriendo. Cuando llegó a casa, Rose estaba delirando.

‑Sería milagroso que se recuperara ‑le confesó en voz baja el médico del lugar a la señora Maylie.

Aquella noche, nadie durmió y, a la mañana siguiente, lle­gó el doctor Losberne, quien confirmó la gravedad de la muchacha.

‑Es muy duro y muy cruel ‑dijo‑. Tan joven y tan querida por todos... pero hay muy pocas esperanzas.

Rose se sumió después en un profundo sueño del que sal­dría, bien para vivir, bien para decirles adiós. Oliver y la señora Maylie permanecieron inmóviles durante varias horas a la espe­ra de que el doctor Losberne les diera la tan temida noticia. Éste salió por fin de la habitación y se acercó a ellos.

‑¿Cómo está Rose? ¡Dígamelo enseguida! ‑gritó la señora Maylie‑. ¡Déjeme verla, por Dios! ¿Ha muerto?

‑¡No! ‑exclamó el doctor‑. ¡Cálmese, por favor! Rose vivirá para hacernos felices muchos años.

La anciana cayó de rodillas llorando de emoción. También Oliver quedó como atontado al recibir la feliz noticia. No podía ni hablar, ni llorar, ni expresar lo que sentía en aquellos momen­tos. Aturdido, salió a pasear

Cuando volvía a la casa cargado de flores para la enferma, un coche pasó como un rayo junto a él y se detuvo de golpe. Por la ventanilla asomó la cabeza del señor Giles y Oliver corrió hasta el coche. Abrió la portezuela para saludar al mayordomo y vio, sentado junto a él, a un caballero de unos veinticinco años que preguntó ansioso:

‑¿Cómo está la señorita Rose?

‑¡Mejor, mucho mejor! ‑se apresuró a responder Oliver‑. El doctor Losberne dice que ya está fuera de peligro.

El caballero se bajó entonces del coche y ordenó:

‑G¡les, sigue tú hasta casa de mi madre. Yo prefiero caminar 

Al llegar a la casa, la señora Mayl¡e y el joven caballero, madre a hijo, se fundieron en un fuerte abrazo.

‑¡Madre! ‑dijo el joven‑. ¡Gracias a Dios! Si Rose hubiera muerto, yo no habría vuelto a ser feliz.

‑No empieces otra vez con eso, Harry ‑contestó su madre‑. Ella necesita un amor profundo y duradero y tú...

‑¿Todavía crees que soy un niño caprichoso?

‑Creo que eres joven, y que los jóvenes suelen tener impul­sos ciertamente generosos pero poco duraderos. Creo, ade­más, que tienes delante de ti un porvenir brillante que los oscu­ros orígenes de Rose podrían echar por tierra. En un futuro se lo podrías reprochar.

‑Pero entonces yo sería un egoísta ‑replicó Harry‑. ¡Por el amor de Dios, madre! Te estoy confesando una pasión muy profunda. ¿Por qué no dejas que sea Rose la que decida?

‑Como quieras ‑aceptó la madre‑. Ahora debo volver jun­to a ella. ¡Qué Dios lo bendiga, hijo!

A medida que pasaban los días, Rose se recuperaba con asombrosa rapidez. Pero un extraño acontecimiento vino a romper la tranquilidad que se vivía en la casa.

Oliver se encontraba haciendo los deberes en un cuartito de la planta baja que daba al jardín. Llevaba allí mucho rato, se encontraba cansado y se quedó medio dormido. Durante su duermevela, el aire se volvió de repente denso, y Oliver, horro­rizado, creyó encontrarse de nuevo en casa de Fagin.

‑¡Mira! ‑oyó decir al judío‑. ¡Es él!

‑¡Ya te lo había dicho! ‑ respondió otro hombre.

Fue entonces cuando Oliver despertó, sobresaltado y presa del pánico. Miró por la ventana y allí, muy cerca de él, estaba el judío mirándole fijamente. La sangre se le heló, se vio momentá­neamente paralizado de espanto. Junto a él se encontraba, ade­más, aquel hombre violento que le había abordado a la salida de la posada. La visión duró tan sólo unos instantes, y los dos hombres desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Aterrorizado, Oliver saltó al jardín por la ventana y se puso a gritar pidiendo soconro.

Los habitantes de la casa corrieron al jardín, donde encon­traron al muchacho muy agitado, que señalaba hacia los prados y gritaba: "¡Era el judío!" Harry, a quien su madre había contado la historia de Oliver, saltó por encima del seto y salió en su per­secución a gran velocidad. Pero la búsqueda resultó inútil.

Tiene que haber sido un sueño ‑dijo Harry a Oliver cuan­do estuvieron de vuelta.

‑¡Oh, no, señor! ‑insistió Oliver‑. De veras que yo los vi.

De nada sirvieron los rastreos que se hicieron en la zona hasta el anochecer. A los dos hombres se los había tragado la tierra. El susto le duró a Oliver unos días más y, poco a poco, se fue olvidando de aquel espantoso episodio.

Mientras tanto, Rose se había recuperado del todo y ya salía de su habitación. Una mañana, Harry Maylie entró en el come­dor donde Rose se encontraba sola.

‑¿Puedo hablar contigo unos minutos? ‑le preguntó.

Rose palideció pero no dijo nada. Así que Harry continuó:

‑Llegué aquí hace unos días angustiado ante la idea de per­derte sin que supieras que te amo. Te he visto pasar de la muerte a la vida y, ahora, quiero ganar tu corazón. Rose, dime que mis esfuerzos por merecerte no son vanos.

‑Harry ‑contestó ella llorando‑, debes tratar de olvidarme. Seré tu más fiel amiga, pero no debo ser el objeto de tu amor.

‑¿Por qué?

‑No tengo amigos, Harry, no tengo dote, pero sí tengo una mancha sobre mi nombre. Os debo demasiado a tu madre y a ti como para obstaculizar con mis orígenes tu brillante carrera.

‑Deja el deber a un lado y contéstame: ¿me amas?

Te habría amado si no... pero, ¡basta ya! ¡Adiós, Harry! Nun­ca más nos volveremos a ver como nos hemos visto hoy.

‑Sólo una palabra más, Rose. Contéstame: si yo fuera pobre, enfermo y desvalido, ¿me querrías?

‑Sí, Harry ‑contestó Rose con un hilo de voz.

El joven tomó entonces la mano de su amada, se la llevó al pecho y, tras darle un beso en la frente, salió del comedor

Al día siguiente, por la mañana temprano, Harry se marchó a Londres, no sin antes encargarle a Oliver que le escribiera con frecuencia contándole cosas de su madre y de Rose.


Oliver Twist - Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora