CAPÍTULO UNO LOS PRIMEROS AÑOS DE OLIVER TWIST

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Una fría noche de invierno, en una pequeña ciudad de Inglaterra, unos transeúntes hallaron a una joven y bella mujer tirada en la calle. Estaba muy enferma y pronto daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la llevaron al hospicio, una institución regentada por la junta parroquial de la ciudad que daba cobijo a los necesitados. AE día siguiente nació su hijo y, poco después, murió ella sin que nadie supiera quién era ni de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.

En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros meses de su vida. Transcurrido este tiempo, la junta parroquial lo envió a otro centro situado fuera de la ciudad donde vivían veinte o treinta huérfanos más. Los pobrecillos estaban sometidos a la crueldad de la señora Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a apropiarse del dinero que la parroquia destinaba a cada niño para su manu­tención. De modo, que aquellas indefensas criaturas pasaban mucha hambre, y la mayoría enfermaba de privación y frío.

El día de su noveno cumpleaños, Oliver se encontraba ence­rrado en la carbonera con otros dos compañeros. Los tres habían sido castigados por haber cometido el imperdonable pecado de decir que tenían hambre. El señor Blumble, celador de la parroquia, se presentó de forma imprevista, hecho que sobresaltó a la señora Mann. El hombre tenía por costumbre anunciar su visita con antelación, tiempo que la señora Mann aprovechaba para limpiar la casa y asear a los niños, ocultando así las malas condiciones en las que vivían los pobres muchachos.

‑¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble? ‑exclamó horrorizada la señora Mann.

Y, dirigién se en voz baja a la criada, ordenó:

‑Susan, sube a esos tres mocosos de la carbonera y lávalos inmediatamente.

‑Vengo a llevarme a Oliver Twist ‑dijo el celador‑. Hoy cumple nueve años y ya es mayor para permanecer aquí.

‑Ahora mismo lo traigo ‑dijo la señora Mann saliendo de la habitación.

Oliver llegó ante el señor Bumble limpio y peinado; nadie hubiera dicho que era el mismo muchacho que poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato, el celador y el niño abandonaban juntos el miserable lugar

Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que allí nunca había recibido un gesto cariñoso ni una palabra bonda­dosa, una fuerte congoja se apoderó de él. "¿Cuándo volveré a ver a los únicos amigos que he tenido nunca?", se preguntó. Y, por primera vez en su vida, sintió el niño la sensación de su soledad.

Nada más llegar al nuevo hospicio, Oliver fue llevado ante la junta parroquial y allí, el señor Limbkins, que era el director, se dirigió a él.

‑¿Cómo te llamas, muchacho?

Oliver, asustado, no contestó; de repente, sintió un fuerte pescozón que le hizo echarse a llorar, había sido el celador que se encontraba detrás de él.

‑Este chico es tonto ‑dijo un señor de chaleco blanco.

‑¡Chist! ‑ordenó el primero. Y, dirigiéndose a Oliver, dijo‑: Hasta ahora, la parroquia te ha criado y mantenido, ¿verdad? Bien, pues ya es hora de que hagas algo útil. Estás aquí para aprender un oficio. ¿Entendido?

‑Sí. Sí, señor‑contestó Oliver entre sollozos.

En el hospicio, el hambre seguía atormentando a Oliver y a sus compañeros: sólo les daban un cacillo de gachas al día, excepto los días de fiesta en que recibían, además de las gachas, un trocito de pan. Al cabo de tres meses, los chicos decidieron cometer la osadía de pedir más comida y, tras echarlo a suer­tes, le tocó a Oliver hacerlo. Aquella noche, después de cenar, Oliver se levantó de la mesa, se acercó al director y dijo:

Oliver Twist - Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora