CAPÍTULO DIEZ. EL MATRIMONIO BUMBLE

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El señor Bumble estaba sentado en un salón del hospicio donde nació Oliver Twist. Se encontraba pensando con melancolía lo mucho que había cambiado su vida desde hacía dos meses: había ascendido a superintendente y se había casa­do con la gobernanta del hospicio; aunque esto no había sido precisamente por amor Dada su pasión por el dinero, se había dejado deslumbrar por algunas de las pertenencias de la que entonces todavía se llamaba señora Corney y por la posibilidad de tener vivienda y calefacción gratis.

Recordaba perfectamente la tarde en que había decidido pedirle que se casara con él. Estaban los dos coqueteando en la habitación de ella, cuando una anciana vino a anunciar que la vie­ja Sally se estaba muriendo. La pobre moribunda aseguraba que no se iná tranquila de este mundo sin revelar un secreto a la gobernanta. Ésta salió entonces maldiciendo a los pobres del hospicio, que no la dejaban nunca en paz. El señor Bumble aprovechó entonces su ausencia para registrar cajones, arma­rios y alacenas ya que deseaba asegurarse de que la señora Corney era un buen partido.

Sumido en sus recuerdos, el séñor Bumble, creyendo que estaba solo, dijo en voz alta:

‑Mañana hará dos meses que estamos casados, y me parece un siglo. Reconozco que me vendí, aunque demasiado barato.

‑¿Barato? ‑gritó una voz al oído del superintendente.

El señor Bumble se dio la vuelta y se encontró con el poco agraciado rostro de su esposa, que seguía gritando:

‑¿Piensas quedarte ahí roncando todo el día?

‑Pienso hacer lo que me dé la gana, señora Bumble ‑con­testó el hombre envalentonado.

El señor Bumble se colocó entonces su sombrero y su abri­go con la intención de salir, pero la señora Bumble le quitó el sombrero de un manotazo, lo agarró por el cuello, lo golpeó, lo arañó y lo sentó en una silla de un empujón.

‑No me vuelvas a contestar de ese modo ‑gritó‑. Ahora levántate y lárgate de aquí.

El señor Bumble recogió su sombrero del suelo y salió a la calle como una flecha. Iba tan enfadado, que tardó un rato en darse cuenta de que estaba lloviendo con fuerza; entonces decidió refugiarse en una taberna. Allí había sólo un cliente; era un forastero alto y moreno que llevaba una amplia capa negra sobre los hombros. Ambos se miraron varias veces de reojo. Pero el forastero, de repente, rompió el silencio.

‑No sé si se acordará de mí, pero usted y yo nos conoce­mos. He venido hasta aquí buscándole y, por una de esas casualidades de la vida, he dado con usted a la primera. ¿Continúa usted con su acostumbrado amor por el dinero?

El señor Bumble hizo intención de hablar, pero el forastero, haciendo un gesto con la mano, prosiguió.

‑No, no diga nada, ya ve que te conozco bien. Además, comprendo que el sueldo de los funcionarios parroquiales no es muy alto; seguro que le vendrá bien una propinilla.

‑¿En qué puedo ayudarle? ‑preguntó el superintendente.

‑Voy a ser muy claro: necesito información. Por supuesto, no pretendo que me la dé a cambio de nada; para demostrar mi buena fe, aquí tiene un adelanto ‑dijo, poniendo un par de soberanos delante de su interlocutor‑. Veamos, haga memoria: un invierno de hace doce años nació en el hospicio un mucha­cho paliducho que más tarde fue aprendiz de un fabricante de ataúdes y que luego se fugó a Londres...

‑¡Oliver Twist! No he conocido un muchacho más terco.

‑No es él quien me interesa. Me gustaná saber algo sobre la vieja que atendió a su madre la noche en que murió.

‑Sí, la vieja Sally... Murió el invierno pasado.

El forastero enmudeció como hundido por aquella inespera­da noticia, pero pronto salió de su ensimismamiento. Luego hizo ademán de levantarse, pero el señor Bumble lo retuvo.

‑Sé que antes de morir, la vieja Sally se encerró en una habi­tación con una mujer para revelarle un secreto.

Con la intención de sacar provecho de la información de que disponía, el señor Bumble continuó:

‑Tengo motivos para pensar que ella le puede ayudar en sus pesquisas ‑concluyó el señor Bumble.

‑¿Cómo? ¿Cuándo podná verla?

‑¿Le parece bien mañana?

‑Bien, a las nueve de la noche, vayan a esta dirección ‑dijo, entregándole un pedazo de papel‑. Pregunten por el señor Monks.

Al día siguiente, el matrimonio Bumble se encaminó al lugar que Monks había indicado. Era un pequeño barrio a orillas del río, famoso por ser refugio de ladrones y criminales. Estaba for­mado por unas cuantas casas en ruinas, entre las cuales se ele­vaba un edificio grande, cuyos pilares estaban muy deteriora­dos por las ratas, la carcoma y la humedad. Frente a él se detuvieron los Bumble.

‑¡Hola! ‑gritó una voz procedente del segundo piso‑. Espe­ren, ahora mismo les abro.

Instantes después, Monks les abrió la puerta. Subieron hasta una estancia del piso superior y cerraron tras de sí. A continua­ción, los tres se sentaron alrededor de una mesa.

‑Dígame, señora ‑dijo Monks‑, ¿estaba usted con la tal Sally cuando murió? ¿Le dijo algo acerca de la madre de Oliver?

‑Sí. Pero yo no he venido aquí para dar información gratis. Déme veinticinco libras en oro y le diré todo lo que sé.

‑Aquí las tiene ‑repuso Monks, poniendo las monedas una a una encima de la mesa‑. Ahora, dígame lo que sabe.

‑Cuando la vieja Sally murió, estábamos ella y yo solas en la habitación. Me habló de una joven que había dado a luz un niño hacía doce años y que, al día siguiente, había muerto en la mis­ma cama en la que ella estaba agonizando.

‑¡Dios mío! ‑exclamó Monks.

‑Parece ser que la joven, antes de morir, le entregó a Sally algo con el encargo de dárselo al niño cuando llegara a la edad adulta; pero ella se lo quedó. La vieja no dijo nada más, cayó para atrás y murió.

‑¿Eso es todo? Creo que me está ocultando algo.

‑No dijo más ‑contestó la gobernanta impasible‑. Solamen­te me agarró del vestido con una mano. Cuando cayó muerta, retiré su mano con fuerza y vi que en ella guardaba un viejo trozo de papel. Era una papeleta de empeño.

‑¿Y cuál era el objeto empeñado? ‑interrogó Monks.

‑Era una alhaja. Así que fui y la desempeñé.

‑¿Y dónde se encuentra ahora esa joya? ‑preguntó el hom­bre inmediatamente.

‑¡Aquil ‑contestó la mujer, arrojando sobre la mesa una bolsita.

La bolsa contenía un pequeño guardapelo de oro. En su interior, había dos mechoncitos y una alianza. La sortija tenía grabado el nombre de "Agnes" y una fecha correspondiente al año anterior del nacimiento de Oliver

‑¿Qué se propone hacer con eso? ¿Va a utilizarlo contra m? ‑preguntó la señora Bumble.

‑Ni contra usted ni contra nadie ‑contestó Monks, arras­trando la mesa a un lado y abriendo una trampilla que se encontraba junto a los pies del señor Bumble‑. Miren ahí abajo.

Las turbias aguas del río corrían velozmente bajo ellos. Monks sacó la bolsita, la ató a un pequeño peso de plomo que estaba en el suelo y la tiró al agua.

‑¡Hecho! ‑exclamó Monks aliviado‑. ¡Prueba destruida! Ahora, lárguense de aquí cuanto antes.

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Oliver Twist - Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora