Al día siguiente, en casa de Fagin, estaban el P¡llastre y sus colegas rateros, absortos en una larga y controvertida partida de naipes. El judío permanecía inmóvil, sentado frente al fuego, cabizbajo y visiblemente preocupado. Había leído en los periódicos que el robo había fallado, pero no tenía noticias de Sikes, ni de Toby, ni, sobre todo, de su estimado pupilo.
‑¡Han llamado a la puerta! ‑gritó de pronto el P¡llastre.
Cogió la luz y fue a ver quién era.
‑Es Toby Crackit ‑susurró al oído de su amo.
‑¿Qué? ‑gritó el judío‑. ¿Está solo?
‑Si ‑contestó el P¡llastre.
‑D¡le que entre ‑ordenó Fagin‑. Los demás, ya os podéis largar de aquí discretamente.
La orden fue obedecida por todos, de modo que cuando el P¡llastre volvió con Crackit, Fagin se encontraba solo en la habitación.
‑¿Qué tall ‑saludó Toby Crackit con aire desenvuelto.
Fagin no decía nada. Miraba ansioso al ladrón, a la espera de alguna noticia.
‑No me mires así, hombre ‑lijo Toby‑. ¿Crees que puedo hablarte del curro con el estómago vacío?
Toby se puso entonces a comer y a beber, aparentemente sin prisa por iniciar la conversación; sólo cuando se sintió satisfecho, preguntó:
‑¿Cómo está Bill?
‑¿Qué? ‑gritó Fagin sin dar crédito a lo que estaba oyendo‑. ¿Qué cómo está Bill?
‑No me digas que no sabes nada de... ‑respondió el otro con aire misterioso.
‑No sé nada de nada ‑gritó Fagin pateando furioso el suelo‑. Así es que ya puedes empezar a contármelo todo.
‑Nos falló el golpe ‑dijo Toby con voz tenue y cabizbajo.
‑Eso ya lo he leído en los periódicos. Quiero saber más.
‑Dispararon y un tiro alcanzó al chico ‑siguió Toby‑. Todo el vecindario salió armado detrás de nosotros, con perros y todo. Escapamos campo a través como pudimos.
‑¿Y Oliver?
‑Bill lo llevaba a cuestas. Nos pisaban los talones y el chico estaba frío como un témpano. Así es que nos separamos y dejamos al muchacho en una zanja. No sé si estaba vivo o muerto.
El judío no quiso escuchar más y, lanzando un grito que hizo temblar las paredes, salió de su casa como una exhalación. Anduvo largo rato por estrechas a inmundas callejuelas hasta llegar a Los Tres Patacones.
‑¿Está él aquí? ‑susurró of oído del dueño del local.
‑¿A quién se refiere? ¿A Monks? ‑preguntó el tabernero.
‑Sí ‑contestó Fagin‑, pero hable más bajo.
‑Todavía no ‑contestó el hombre‑, pero ya tenía que haber llegado. Si se espera diez minutos..
‑No, no ‑contestó Fagin aliviado‑. Dígale que venga a mi casa mañana. He de hablar con él.
El judío salió de aquel antro y, sin más, cogió un coche de alquiler y se dirigió a casa de Bill Sikes y Nancy. Fagin súbió las escaleras de la casa y, sin demasiados miramientos, irrumpió en la habitación de la joven, que se encontraba visiblemente borracha con la cabeza apoyada sobre la mesa. El ruido que hizo Fagin al entrar la sobresaltó por un instante, circunstancia que aprovechó el judío para explicarle lo sucedido con el pequeño Oliver y Sikes. Cuando hubo terminado, Nancy retomó su postura inicial, sin decir una sola palabra.
‑¿Dónde crees que podná estar Bill? ‑preguntó Fagin.
‑¡Y qué sé yo! ‑dijo ella llorando.
‑¡Pobre chiquillo! ‑suspiró Fagin mirando a Nancy, al acecho de cualquier cambio en su rostro que la pudiera delatar
Fagin había comprendido que la muchacha sentía simpatía y compasión por el pequeño Oliver; por eso pensó que quizá sabría algo de él. Pero ella tan sólo exclamó:
‑¿Pobre chiquillo? Está mucho mejor ahora que cuando estaba entre nosotros. ¡Ojalá se haya muerto!
‑¿Pero qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loca?
{u#3
‑En el fondo me alegro de lo que le ha ocurrido. Lo peor ya ha pasado para él. Además, no podía soportarlo cerca de mí.
Me hacía sentir asco de mí misma y de todos nosotros; de todo lo que somos...
‑¡Bah! ‑dijo el judío‑. ¡Estás borracha! Ahora, déjate de tonterías y escucha bien: si tu Bill vuelve y ha dejado atrás al muchacho, si él ha salido vivo de esto y no me devuelve a Oliver, mátalo tú misma si quieres evitarle la horca.
‑¿A qué viene esto? ‑gritó ella.
‑Mira, pellejo ‑continuó Fagin furioso‑, Oliver es mi mejor negocio, y no lo voy a perder por culpa de los caprichos de una pandilla de borrachos. Además, ese hijo de Satán al que estoy atado tiene suficiente poder para... para...
En aquel instante, el judío comprendió que había hablado demasiado a hizo un esfuerzo por contener su ira. Sin decir ni una palabra más, se dejó caer, exhausto, en una silla, temblando ante el temor de haber revelado parte de su secreto. No tardó en comprobar que Nancy se encontraba tan borracha que seguramente no se había enterado de nada. Entonces salió de aquella casa, dejando a la muchacha tal y como la había encontrado en el momento de su llegada.
Al llegar a la esquina de su calle, se detuvo unos instantes para buscar la llave de la puerta. De pronto, una sombra salió de la profunda oscuridad de un porche cercano y se acercó sigilosamente hasta él.
‑¡Fagin! ‑le susurró una voz cerca de la oreja.
‑¡Ah! ‑gritó el judío, sobresaltado‑. ¿Eres Monks?
‑Sí ‑le contestó la sombra‑. Llevo dos horas esperándote. ¿Dónde te habías metido?
‑Entremos en mi casa. Hablaremos más tranquilos.
Cuando aquel extraño personaje se quitó el embozo que le cubría parte de la cara, dejó ver un rostro lleno de maldad; una mirada profunda y negra de crueldad que revelaba un egoísmo sin límites.
‑El chico ‑dijo él‑ tenía que haberse quedado aquí, con los demás. ¿Por qué no haber hecho de él un simple ratero? Dentro de unos meses lo habrían cogido y lo habrían expulsado de! país para toda la vida. Para eso lo contraté.
‑Escucha, Monks ‑dijo Fagin‑, a ese muchacho era imposible convertirlo en un ladrón. En todo el tiempo que ha estado aquí, no he conseguido ennegrecer su alma ni un poquito siquiera.
‑¡Maldito antro! ‑gritó Monks‑, ¿qué es eso?
‑¿Qué es qué?
‑¡Allí! ‑gritó el hombre, señalando la pared opuesta‑. ¡Una sombra! ¡He visto la sombra de una mujer!
Los dos hombres salieron de la habitación a toda prisa y recorrieron la casa de arriba abajo. Pero no vieron ni oyeron nada; reinaba un profundo silencio.
‑Es sólo tu imaginación ‑lijo Fagin despectivamente.
‑Te juro que la vi ‑insistió Monks.
‑Pues ya ves que no hay nadie en la casa, excepto los muchachos, y ellos están bien seguros. Mira ‑dijo sacando una llave de su bolsillo‑, los encerré para que no hubiera intromisiones inesperadas en nuestra entrevista.
Aquel testimonio consiguió hacer vacilar a Monks. Pero, a pesar de todo, se negó a seguir hablando aquella noche y se marchó.
;fontte<