CAPÍTULO TRECE. TERRIBLES CONSECUENCIAS

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Había pasado una semana, llegó el domingo y Nancy consi­guió por fin acudir al puente de Londres. A las doce en punto, llegaron Rose Maylie y el señor Brownlow.

‑Aléjemonos de aquí ‑dijo Nancy en voz baja‑. Hablaremos más tranquilos abajo, al pie de la escalera.

Lo que ella no sabía es que cualquier precaución era inútil porque Noah Claypole seguía sus pasos y oía sus palabras.

‑Siento no haber podido venir la otra noche, pero Bill Sikes me retuvo en casa por la fuerza...

‑Conozco el contenido de la entrevista que mantuvo el otro día con esta señorita‑dijo el señor Brownlow señalando a Rose‑, y creemos que debemos arrancarle a ese Monks su secreto como sea. De no ser así, habná que entregar a Fagin a la policía, ya que él es el único que conoce la verdad.

‑¡Nunca! ‑exclamó Nancy‑. Yo jamás me volveré contra mis compañeros, porque ninguno de ellos se ha vuelto contra mí.

‑Entonces díganos al menos dónde podemos encontrar a Monks ‑repuso el señor Brownlow.

‑Darán con él en una taberna llamada Los Tres Patacones.

‑¿Cómo reconoceremos a ese criminal?

‑Es moreno, alto y fuerte; parece mayor, aunque no tiene más de veintiocho años y tiene los ojos negros y muy hundidos. Sufre frecuentes ataques de nervios que le hacen tirarse al sue­lo y morderse las manos y los labios hasta hacerse sangre. Ah, y otra cosa: tiene en la garganta...

‑¿Una mancha roja como una quemadura? ‑interrumpió el señor Brownlow.

‑Sí ‑contestó Nancy sorprendida‑. ¿Lo conoce?

‑Creo que sí. Pero ya veremos, puede que no sea el mismo. En cualquier caso, nos ha dado una información valiosísima. ¿Cómo podríamos agradecérselo?

‑Ya nada pueden hacer por mí, he perdido toda esperanza. Soy esclava de mi propia vida, y es muy tarde para dar marcha atrás. Ahora, por favor, márchense, es lo mejor que pueden hacer.

‑Déjenos ayudarla: aún está a tiempo de cambiar su vida...

‑No insistan, se lo ruego. Buenas noches, señor Buenas noches, señorita Maylie.

Rose y el señor Brownlow se alejaron y Nancy marchó a su casa. Cuando los tres estaban ya lejos, Noah echó a correr para contar a Fagin lo que había descubierto.

Antes de que amaneciera, Fagin ya estaba al tanto de todo lo ocurrido. Se encontraba en su casa, preso del pánico, acu­rrucado ante la chimenea, con el corazón lleno de odio. Llegó entonces Bill Sikes a entregarle un paquete.

‑¿Qué te pasa? ‑le preguntó éste al verle la cara completa­mente desencajada.

Fagin le contó lo que había descubierto Noah. Sikes, enton­ces, fuera de sí, salió a la calle; caminó a paso rápido hasta su casa, sin pararse ni un momento a pensar en lo que iba a hacer. Subió de prisa las escaleras, entró en la habitación, cerró la puerta con llave y fue hacia la cama donde Nancy estaba durmiendo.

‑¡Arriba! ‑la despertó Sikes a gritos.

‑¿Qué te pasa? ‑le preguntó ella, todavía medio dormida.

Sin decir una palabra, el ladrón la agarró por el cuello y la arrastró hasta el centro de la habitación.

‑¡Bill! ¡Bill! ‑gritó la muchacha‑. ¿Qué he hecho?

‑Anoche lo espiaron. Ahora lo sé todo.

‑Entonces, perdóname la vida como yo he perdonado que tú me hayas arrastrado a mí a esta existencia infame ‑dijo la muchacha aferrándose a él‑. Piensa un poco, Bill. Ahórrate este crimen. ¡Juro que te he sido fiel, Bill!

El ladrón, sordo ante las súplicas de Nancy, agarró una pistola y golpeó con ella a la muchacha una y otra vez hasta que ésta cayó al suelo cegada por la sangre, que fluía de una profunda bre­cha en su cabeza. La muchacha consiguió no obstante ponerse de rodillas y, juntando las manos, se puso a rezar El ladrón cogió entonces un garrote y la remató de un solo golpe en la cabeza.

Cuando los primeros rayos de sol iluminaron la habitación donde yacía el cadáver de Nancy, Sikes quemó las ropas que llevaba, ya que estaban manchadas de sangre. Luego, escapó de allí con su perro; una sola idea ocupaba su mente: huir Anduvo tan rápido que, al cabo de una hora, estaba fuera de Londres.

Caminó durante todo el día por campos, prados y bosques sin hallar un lugar seguro donde esconderse, porque en todas partes se hablaba del horrible crimen. Al anochecer, tomó la decisión de volver a la ciudad.

‑No hay mejor lugar para esconderse. Mis amigos me ayu­darán ‑pensó.

Mientras tanto, en una chabola de un mísero barrio a orillas del Támesis estaban escondidos Toby Crackit, Chitling y un ex­presidiario llamado Kags.

‑¿Es cierto que han cogido a Fagin? ‑preguntó Toby Crackit.

‑Sí, esta tarde ‑contestó Chitling‑. Charley Bates y yo con­seguimos escapar por la chimenea; a Bolter lo trincaron a la vez que a Fagin. Imagino que Charley estará a punto de llegar Ya no hay lugar donde esconderse; de todos los que acudíamos a Los Tres Patacones, no ha quedado nadie a salvo. ¡Menuda redada!

Al caer la noche, los tres hombres seguían sentados, silen­ciosos, a la espera de alguna noticia. Un fuerte golpe en la puerta rompió de pronto aquel denso silencio; después, los pasos de alguien que subía las escaleras y, por fin, los tres hom­bres vieron entrar a Bill Sikes. Se quedaron boquiabiertos; no les dio tiempo a reaccionar y, al instante, entró también Charley Bates quien, al reconocer a Sikes, dio un paso atrás.

‑¡Vamos, Charley! Soy yo ‑dijo Sikes yendo hacia él.

‑No te acerques ‑contestó el otro‑. Me das... asco.

Y, dirigiéndose a los demás, se puso a gritar:

‑¡Mirad a este monstruo! ¡Miradlo bien! Merecería ser que­mado a fuego lento por el crimen que ha cometido. Voy a entregarlo a la policía y vosotros me vais a ayudar

Llevado por su rabia, Charley Bates se abalanzó contra Sikes, lo derribó, y ambos rodaron por el suelo. Pero Sikes era más fuerte que el muchacho, y consiguió inmovilizarlo sin demasia­do esfuerzo. Estaba a punto de darle el golpe final, cuando se oyó un tumulto de gente que se acercaba a la chabola; el rumor de que el asesino estaba allí, se había extendido por el barrio y una multitud se acercaba para lincharlo. Toby Crackit sugirió a Sikes que escapara por una de las ventanas.

El asesino soltó a su víctima y miró a su alrededor descon­certado. Charley Bates se incorporó, corrió hacia la otra venta­na, la abrió y se puso a gritar:

‑¡Socorro! ¡El asesino está aquiil ¡Suban, suban rápido!

Bill Sikes agarró al muchacho, lo arrastró hasta la habitación contigua y allí lo dejó encerrado con llave. Luego, cogió una lar­ga cuerda, subió al desván y, tras levantar un tragaluz, salió al tejado. Desde arriba, vio a la multitud encolerizada que gritaba exigiendo su muerte, y oyó cómo la gente intentaba entrar en la casa. Ató un extremo de la cuerda a una chimenea y en el otro hizo un nudo corredizo para intentar descender hasta la calle. Pero en el mismo instante en que se pasaba el lazo por la cabeza para deslizarlo luego hasta las axilas, algo extraño le ocurrió: levantó la vista al cielo y creyó ver el rostro ensangren­tado de su víctima. El pánico se apoderó de él, lanzó un grito de terror y perdió el equilibrio cayendo al vacío, donde quedó col­gando sin vida.


Oliver Twist - Charles DickensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora