Oliver decidió ir Londres, aunque la gran ciudad se encontraba a más de setenta millas. Anduvo una semana sin comer apenas, al cabo de la cual, llegó al pequeño pueblo de Barnet, cubierto de polvo y con los pies ensangrentados. Agotado, se sentó a descansar en un portal, y allí permaneció inmóvil y silencioso. De pronto se fijó en muchacho de su misma edad, sucio y desaseado, que no paraba de mirarle desde el otro lado de la calle. El desconocido, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón, cruzó y, plantándose delante de Oliver, le dijo:
‑¿Qué haces aquí, coleguilla? ¿Tienes problemas?
‑Tengo hambre y estoy muy cansado ‑contestó Oliver sin poder contener el llanto‑. Llevo siete días andando.
‑¡Siete días o pata! ‑exclamó el jovencito‑. ¡Madre mía! Tú lo que necesitas es una buena jola. Yo también ando pelao pero algo conseguiré.
El muchacho compró jamón y pan en una tienducha y Oliver hizo una larga y abundante comida.
‑Me llamo Jack Dawkins, pero todos me llaman et P¡llastre. Seguro que vas a Londres, ¿a que sí?
‑Eso pretendo ‑contestó Oliver‑, pero no tengo dinero, ni sé dónde me podré alojar.
‑No te comas el coco con eso, sé dónde te darán alojamiento gratis. Si te parece, haremos el resto del camino juntos.
‑¡Sería estupendo! ‑exclamó Oliver sorprendido‑. Llevo sin dormir bajo techo desde que salí de la casa de mi amo.
Jack y Oliver llegaron a Londres avanzada la noche. Caminaron por calles sucias y miserables hasta una casa donde el P¡llastre entró con decisión..
‑¿Quién es? ‑gritó una voz desde el interior.
Jack dijo algo parecido a una contraseña. En ese momento, la cabeza de un hombre asomó por la barandilla.
‑Vengo con un nuevo compinche ‑anunció.
‑¡Sube, anda! Dime, ¿de dónde lo has sacado?
‑De la inopia ‑contestó Jack mientras subían la escalera.
Los dos entraron en una habitación de paredes negras y sucias donde un viejo judío de aspecto repugnante estaba friendo salchichas. Alrededor de la mesa estaban sentados varios muchachos que tendrían más o menos la edad del P¡llastre. Todos fumaban en pipa y bebían cerveza,
‑Este es Fagin ‑dijo Jack Dawkins señalando al anciano‑; y éste, mi amigo Oliver Twist.
‑Espero que seamos amigos ‑dijo el hombre estrechándole la mano‑. Siéntate a cenar con nosotros.
Oliver no salió de aquella habitación durante varios días. Observaba lo que sucedía a su alrededor con gran extrañeza y, por más que lo intentaba, no lograba comprender cómo se ganaban la vida aquellos chicos; por qué salían por la mañana y regresaban por la noche con carteras, pañuelos de seda o joyas que entregaban a su protector. Tampoco entendía por qué Fagin los mandaba a la cama sin cenar cuando volvían a casa con las manos vacías. Ni se podía explicar el motivo por el cual vivía en aquel antro sucio y desolado un hombre tan rico.
Un día, el señor Fagin reunió al P¡llastre, a uno de los chicos llamado Charley Bates y a Oliver, y les dijo:
‑Este jovencito saldrá hoy a trabajar con vosotros. Es hora de que vaya aprendiendo el oficio.
Iban los tres caminando por la calle cuando, de pronto, el P¡llastre se paró en seco y dijo en voz baja:
‑¿Veis al viejo que está en el puesto de libros? ¡A por él!
Oliver observó horrorizado cómo sus compañeros se colocaban detrás del respetable anciano; luego, el P¡llastre le metía la mano en el bolsillo y le robaba un pañuelo, para desaparecer finalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Fue entonces cuando Oliver entendió que había estado viviendo con una pandilla de ladrones. El terror y la confusión se apoderaron de él y no supo hacer otra cosa que echar a correr. La mala suerte quiso que, en aquel momento, el anciano se diera cuenta del hurto y, al ver a Oliver corriendo, lo tomó por el ratero. Así es que salió en su persecución gritando: "¡Al ladrón! ¡Al ladrón!" Pronto, decenas de personas empezaron a perseguirlo y, aunque OI¡ver corrió y corrió, finalmente lograron alcanzarlo.
‑¿Es éste el muchacho? ‑preguntaron al caballero.
‑Sí, me temo que sí ‑contestó el anciano.
En aquel momento, llegó un agente y agarró a Oliver por e¡ cuello de la camisa.
‑¡No he sido yo! ¡Se lo prometo! ‑dijo Oliver juntando las manos en tono suplicante.
‑¡Levántate de una vez, demonio! ‑ordenó el agente.
Oliver se incorporó a duras penas a inmediatamente se vio arrastrado por el policía.
‑Aquí traigo a un joven cazapañuelos ‑dijo el agente al entrar a la comisaría.
‑Señores ‑dijo el caballero víctima del robo‑, no estoy seguro de que este muchacho haya sido el ladrón. Yo prefiriría dejar este asunto...
Sin hacer caso de sus argumentos, el anciano fue conducido a una sala donde se encontraba el juez Fang. Tenía aspecto de hombre autoritario y estaba sentado detrás de una mesa situada sobre un estrado. Al lado de la puerta, había una jaula de madera y, en ella, estaba encerrado Oliver.
‑¿Quién es usted? ‑preguntó el señor Fang.
‑Mi nombre es Brownlow, señor ‑contestó el anciano‑. Y antes de prestarjuramento roganá a su señoná que me permitiera decir algo...
‑¡Cállese! ‑ordenó bruscamente el juez.
‑¿Cómo? ‑preguntó el señor Brownlow rojo de ira. Pero comprendió que se tenía que dominar para no perjudicar al pobre Oliver Cuando llegó su turno, expuso su caso y concluyó diciendo:
‑Ruego a su señoría que traten a este muchacho con indulgencia. Me temo que se encuentra muy mal.
‑¿Cómo te llamas, pequeño ratero? ‑preguntó el juez Fang.
Oliver se sentía incapaz de responder porque todo le daba vueltas y más vueltas. Entonces, Fang se dirigió a un anciano que estaba de pie junto al estrado y preguntó:
‑Oficial, ¿cómo se llama este pilluelo?
Éste, al ver que iba a ser imposible sacarle una palabra al muchacho, improvisó un nombre:
‑Se llama Tom White.
En aquel punto del interrogatorio, Oliver, con un hilo de voz, suplicó que le dieran un poco de agua.
‑¡Cuidado, se va a caer! ‑gritó el señor Brownlow al ver a Olivertambalearse. Al instante, Oliver cayó al suelo.
‑Ya se levantará cuando se canse ‑dijo el juez‑. Queda condenado a tres meses de trabajos forzados. ¡Despejen la sala!
De repente, un anciano, de digna aunque pobre apariencia, irrumpió en la sala y avanzó hasta el estrado.
‑¡No se lleven al muchacho! ‑gritó‑. Yo soy el dueño del puesto de libros donde sucedió el robo. Lo vi todo y juro que él no es el ladrón.
El juez miró con cara de desconfianza a todos los que se encontraban en la sala y dijo con indiferencia:
‑El muchacho queda absuelto.
El señor Brownlow, ayudado por el librero, montó a OI¡ver en su coche y lo llevó a su casa; allí, por primera vez, el muchaco fue cuidado con cariño y bondad.