Prólogo

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Llovía a cantaros en las calles de Nova York. Las gotas de lluvia golpeaban los cristales del local con un repiqueteo continuo.  Fuera, el cartel que anunciaba la pequeña cafetería parecía haber perdido su color a causa de la lluvia que estaba mojando Nueva York desde hacía más de tres días seguidos. Se trataba de un cartel viejo, casi tan viejo como la cafetería. Aquel no era un mal lugar para sentarse y charlar mientras tomabas café o simplemente para relajarse después de una dura jornada de trabajo. De todas formas, en aquellos momentos el local se encontraba vacío a excepción de un par de personas sentadas frente a la barra.

La campanilla de la puerta sonó y entró en la cafetería una chica envuelta en un abrigo largo y de color marrón tostado. Tenía los cabellos castaños recogidos en un moño desordenado… y mojado, como el resto de ella. No llevaba ningún paraguas y sin paraguas nadie conseguía escapara a la lluvia que arrasaba las calles de la ciudad.

La chica castaña se acercó a la barra y pidió un capuchino muy caliente. Esperó a que le trajeran el café y se sentó en una de las muchas mesas vacías. Resopló, se merecía aquel descanso, veía en la taza de café una forma de escapar a sus preocupaciones, aunque fuera solamente por un corto periodo de tiempo. Sabía que cuando saliera otra vez a la calle todo continuaría igual y volverían los problemas. En los últimos días en lo único que había sido capaz de pensar había sido su madre. La enfermedad que padecía la había dejado totalmente ciega, lo que había supuesto que necesitara una ayuda constante en los primeros meses de su ceguera y ahora volvía de casa del doctor de su madre, había ido a buscar los resultados de su última revisión y le había caído el alma a los pies al leerlos. A pesar de su ya conocida ceguera, la cual era irreversible, le habían detectado un grave problema en el oído interno, por el cual dejaría de oír en cuestión de poco tiempo.

Fue muy duro tener que afrontar la ceguera, tanto como su madre que la sufría como para ella. Aun así su madre siempre había sido optimista, no paraba de decir que mientras pudiera escuchar a su hija cantar nada de lo que ocurriera le importaba. Desde pequeña, siempre había tenido una preciosa voz, seguramente heredada de su padre, que había dirigido una orquestra hasta antes de morir. Muchas personas decían que ella había entrado en el mundo de la música antes aun de haber nacido. Al morir su padre toda la casa donde vivían se había sumido en el silencio y meses después su madre se había quedado ciega. Aun así su madre, Madelaine, nunca habría perdonado a su hija si esta hubiera dejado la música y por eso la había impulsado a continuar, con un profesor particular, con las clases de piano y de canto que su padre le había dado desde que era una niña. La quería tanto y había hecho tanto por ella… Era una buena persona y se llevaba bien con todo el mundo, era injusto que todo lo malo le ocurriera a ella. ¿Por qué la vida tenía que ser tan cruel con ella que no se lo merecía?

Adeyla, la mujer que cuidaba de su madre pensaba igual que ella. No paraba de repetir que Madelaine era una mujer ejemplar, educada y cariñosa, siempre dispuesta a ayudarla en todo y agradecida por la ayuda que le daba.

Miró la taza de café que había sobre la mesa delante suyo, no se había dado cuenta y ya estaba vacía. Al ver que no había nadie cerca para atenderla se acercó a la barra y pidió la cuenta.

-Ahora se la traeremos a la mesa –dijo la mujer mientras recogía un par de copas vacías que habían dejado sobre la barra. Ella dio las gracias y volvió a sentarse a su mesa. Al sentarse vio que había un trozo de papel al lado de su taza vacía de capuchino. No recordaba que antes estuviera allí y no había entrado ni salido nadie de la cafetería. Cogió el trozo de papel, estaba perfectamente doblado y desprendía un olor a quemado. Lo desdobló y pudo ver que alguien había escrito allí unas breves frases con una letra pulcra y clara que decía lo siguiente:

¿Necesitas ayuda verdad? Yo puedo ayudar a tu madre, puedo conseguir que no pierda el oído, que no se quede sorda. Sé que eso es lo que más deseas y yo puedo concedértelo.

Ayna Gray, si te encuentras conmigo hoy a media noche en la entrada Norte de Central Park quizá podamos llegar a un trato.

 

A Través de la MúsicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora