Capítulo Final - Monocromía

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Monocromía

"La oscuridad no existe, lo que llamamos oscuridad es la luz que no vemos" ―Henri Barbusse




Uno...cientos de manos danzando en el aire al compás, como un sembradío de espigas al ser movidas por el viento. Dos...gritos, voces y conversaciones inconexas. ¡Tres!... ojos felinos brillando en la oscuridad. 

Tomo Miličević abrió los ojos con rapidez y su mirada chocó con el techo blanco de la habitación del motel. 

Los últimos dos meses siempre veía en sus sueños los ojos de Genevieve y luego despertaba con el pulso acelerado, cada noche...o día, poco después de levantarse les olvidaba y se sumía en una paz aletargada. Luego de estirarse sobre las sábanas blancas y tiesas se obligó a ponerse de pie y dirigirse al baño; mientras se cepillaba los dientes el reflejo frente a él le devolvió la figura de un hombre de treinta y cinco años encorvado por el cansancio en el lavado, con el cabello lacio negro revuelto y el rostro sin barba ni mostacho. 

Era extraño para él que una de las cosas más evidentes que habían cambiado en su persona era eso, su apariencia física, y no lo pensaba por el hecho de que le estuviera saliendo una tercera oreja o un cuerno en la frente cual unicornio. Por el contrario, su cuerpo parecía haber dejado de envejecer y últimamente se sentía más ágil y rápido que de costumbre, como si se hiciera más joven cada vez. No más canas, no más barba y mucho menos robustez. 

Aunque procuraba no pensar en ello. 

Tenía problemas más grandes de los cuales preocuparse, como por ejemplo: su ansiedad. Ese deseo imparable de salvar a todos constantemente se volvía cada vez más grande y la única forma de pararlo, o mejor dicho, de aplacarlo, era realizando pequeñas acciones cada día y esa tarde no fue la excepción. 

Al salir del motel Vetiver, un pequeño edificio de ocho plantas ubicado en Long Island, decidió caminar los doscientos metros que lo separaban del la estación de metro 39th Ave lleno de cafeterías, mini supermercados y tiendas, y en el proceso no tardó en ayudar a una señora a cruzar una calle o a una mujer con sus bolsas de supermercado. Esas simples acciones eran lo que lo mantenían cuerdo la mayor parte del día, mientras que por las noches debía ocupar su mente en algo, lo que fuese, hasta que le diera el suficiente sueño para quedarse dormido.

Cuando salió del metro diez minutos después una oleada de aire removió sus cabellos y su ropa obligándole a sostener el sobretodo alrededor del cuello, eran finales de septiembre y ya comenzaba a tomar forma el equinoccio otoñal en la ciudad de Manhattan, con sus ventarrones que se colaban inesperadamente entre los altos rascacielos y hacían que muchas hojas de los arboles, con una gran variedad de tonos ocres, rojizos y amarillos, cayeran.

Se mezcló entre la multitud de transeúntes que iban y venían por las calles y, en menos de lo pensado, estaba frente al Centro Hospitalario Bellevue; este era una mezcla entre un edificio de ladrillos rojos propios de la ciudad de New York antigua y otro de moderno, con bóvedas y barandas de cristal internas.

Cruzó la entrada principal y pasó por un lateral de la sala de emergencias, siempre atestada de pacientes, luego siguió directo al área de los ascensores. De camino a los pisos superiores se le vino la idea de convertirse en doctor, quizás esa profesión fuese mejor para su estado actual que la de músico, pero después recordó lo cobarde que era para la sangre así que lo dejó pasar. 

Dos enfermeras y un paramédico se bajaron en pisos antes que él, dos pisos más arriba el hizo lo mismo.

El lugar estaba casi desierto, en el centro había una recepción cuadricular con un letrero en la parte superior en el que se leía "Hospitalizaciones II" donde varias enfermeras charlaban o llenaban informes del cambio de turno. Largos pasillos se extendían a sus costados, tomó el de su izquierda y comenzó a transitar con paso ufano hasta detenerse frente a una maquina dispensadora de cafés.

Club Wonderland - 30 Seconds to MarsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora