AQUELLA mañana Emma y Harriet habían salido a pasear juntas, y a juicio de Emma
por aquel día ya habían hablado bastante del señor Elton. Consideró que para el consuelo
de Harriet y la expiación de sus propias faltas no había por qué hablar más de aquel
asunto; de modo que mientras regresaban hacía todo lo posible para cambiar de
conversación...; pero cuando Emma creía haber logrado ya su propósito, volvió a hablarse
de lo mismo, y después de hablar durante un rato de lo que los pobres debían de padecer
en invierno, y de recibir por toda contestación un murmullo quejumbroso -«¡El señor
Elton es tan bueno con los pobres!»-, Emma creyó que debía buscarse otro medio de
cambiar de tema.
Precisamente estaban muy cerca de la casa en que vivían la señora y la señorita Bates, y
se decidió a visitarlas para ver si la compañía de otras personas distraía a Harriet.
Siempre había una buena razón para hacer esta visita: la señora y la señorita Bates eran
muy aficionadas a recibir gente; y Emma sabía que las escasas personas que pretendían
ver imperfecciones en ella la consideraban como negligente en ese aspecto, opinando que
no contribuía todo lo que debiera a los limitados placeres que podían ofrecerse en el
pueblo.
El señor Knightley le había hecho muchas observaciones acerca de ello, y la propia
Emma se daba cuenta también de que ésta era una de sus deficiencias... pero nada podía
imponerse a la impresión de que era una visita muy poco grata... de que eran unas señoras
aburridísimas... y sobre todo al horror del peligro que corría de encontrarse allí con la
gente de medio pelo de Highbury, que siempre estaban visitándolas y por lo tanto raras
veces se acercaba por aquella casa. Pero ahora adoptó la súbita decisión de no pasar por
delante de su puerta sin entrar... observando, cuando se lo propuso a Harriet, que según
sus cálculos, en aquellos días estaban completamente a salvo de una carta de Jane
Fairfax.
La casa pertenecía a una familia de comerciantes. La señora y la señorita Bates
ocupaban la planta de la sala de estar; y allí, en la reducida habitación que les servía de
todo, los visitantes eran recibidos con gran cordialidad e incluso con gratitud; la pulcra y
plácida anciana que se hallaba sentada en el rincón más caliente con su labor, quería
incluso levantarse para ceder su sitio a la señorita Woodhouse, y su hija, más activa y
habladora, seguía como siempre abrumándoles con atenciones y amabilidades,
agradeciéndoles la visita, preocupándose por sus zapatos, interesándose vivamente por la
salud del señor Woodhouse, dándoles buenas noticias acerca de la de su madre, y
ofreciéndoles el pastel que había sobre el aparador.