Nueve

9 1 0
                                    


TEMPLANZA

Moderación, sobriedad y continencia.

-Mi querido caballero, tenéis la capacidad y las aptitudes necesarias para convertiros en aquello que siempre habéis deseado -me había dicho Don Biliaris en una ocasión-. Dominad esa ira y ejercitad la templanza. Sólo la templanza podrá llevaros hasta la serenidad. Y únicamente en la serenidad, seréis dueño de vuestra vida. No hay otro camino. Ni más corto, ni menos abrupto. El esfuerzo ha de ser mucho, pero la recompensa bien merece la pena.

El recuerdo de aquel hombre que avivó en mí, sentimientos tan dispares, me acompaño durante el viaje. Un viaje que, aunque acariciado durante largo tiempo, resultaba en aquella ocasión, prácticamente intranscendente.

Dejaba atrás un buen número de propiedades, y sobre mis hombros cargaba la responsabilidad de unas gentes, unas familias y un futuro incierto.

Como heredero y administrador de la mayoría de los bienes de mi difunto señor, también me correspondía cumplir con sus últimas voluntades y ello me situaba ante la obligación de visitar a Trínitas y hacerle partícipe de las decisiones de su cuñado.

¿Cómo desempeñar todo aquello? Lo desconocía.

Era un día más en un viaje sin precedentes. Sin cansancio, pero con el corazón contraído, decidí descansar unas horas en un hospedaje del camino. La ya habitual rutina me llevó a pagar por adelantado para refugiarme cuanto antes en las horas de sueño.

Corría la medianoche y unos gritos vinieron a sobresaltar la paz que se respiraba.

Los llantos de un niño me hicieron espabilar.

-¡¿No veis que mi hijo está enfermo?!

-¡Si no tenéis dinero, señor, no puedo permitiros la entrada! ¡Imaginaos si todos me dicen lo mismo!

-¡Pero no podéis dejarnos así! ¡Este niño necesita una cama caliente!

-¡Os he dicho que no, y es no! ¡Buenas serían!

Y el sonido de un portazo hizo temblar la oscuridad.

-¡O me abrís esta maldita puerta o la echo abajo! ¡Avisado estáis!

Los golpes, cada más insistentes, se tornaban también más intensos.

-¡Está bien, entrad, pero no dispongo de camas, ni para vos, ni para el niño! ¡Tendréis que quedaros aquí abajo!

-¡Rata de alcantarilla! ¿Cómo voy a dejar al niño así, aquí, toda la noche? ¡Dadme una cama para él!

-¡Ya os he dicho que no hay!

-Yo os daré la mía -interrumpí-. No tengo reparo en quedarme aquí abajo, o en irme, si el posadero no me lo permite.

Aquellos dos hombres me observaban entre sorprendidos y aliviados.

-Tomad -le indiqué al posadero, mientras le hacía entrega de unas monedas-. Dadle lo que necesiten.

El hombre, contrariado y cabizbajo, se retiró ocultando una avariciosa sonrisa.

-Muchas gracias, caballero -decía el recién llegado-. Pero no voy a poder pagaros, señor.

-Ya lo sé. Ya os he oído. No os preocupéis por ello.

Los alborotos desencadenados en el piso superior como protesta a los ruidos, se acallaron con prontitud, y la posada quedó de nuevo sumida en un misterioso y reconciliador silencio.

La Respuesta FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora