Diez

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Nunca deis nada por sentado.

Admitiendo los errores del pasado, pero todavía resentido, me dirigí hacia la cita que, concertada, tenía con el Rey.

En previsión a lo que había de decirle, organicé mis ideas y establecí un itinerario mental que poder utilizar si la ocasión lo requería.

Todo fue muy diferente a lo que yo esperaba.

-¿Caballero Mateus?

En las amplias salas de la residencia real el eco envolvía las palabras del desconocido que me reclamaba.

-Sí, ¿quién lo requiere?

-Soy el secretario de su Majestad y el encargado de hacerle entrega de esta carta que para vos ha dejado.

-¿Ha dejado? ¿Es que no está? Teníamos una cita.

-Lo sé, señor, y él también. Este escueto mensaje os dará las indicaciones que necesitáis.

¡Y tan escueto! –pensé tras su lectura-. Con pocas y escogidas palabras, y un lenguaje claro y fluido, el Rey reclamaba mi presencia en Prístinus.

-¿Prístinus? –pregunté al secretario-, ¿qué voy a hacer yo en Prístinus?

-No lo sé, señor. Su Majestad, tendrá sus razones.

Y sus razones tenía, pero de repente, como solía ser habitual, mi vida daba un vuelco repentino que yo no tenía programado.

-Habéis de partir enseguida si no queréis retrasaros –añadió el portador del mensaje.

-¿Prístinus? –volví a preguntar.

Mi interlocutor se encogió de hombros y dando media vuelta, regresó por donde había venido.

En medio de aquella enorme sala, me sentía tan desamparado como sus inmensas paredes.

Llegué a Prístinus. Cansado. Confundido.

Desde el exterior no había rastro de cortejo real o algo que pudiera identificar la presencia del Rey entre aquellos muros.

Entré cauteloso, y la primera sorpresa surgió cuando un joven de no más de trece años salía a recibirme dispuesto a ocuparse de mi caballo.

-Buenos días, señor. ¿Puedo ayudaros?

Eran muchos los interrogantes a los que ponía freno mi lengua. Opté por el más prioritario.

-Buenos días. ¿Está el Rey aquí?

-No, señor. ¿Os ha dicho él que vendría?

Recibí su pregunta con sobresalto. Hasta aquel momento no había reparado en que lo único que indicaba su mensaje era mi requerimiento. Nada más. Todo lo demás había sido fruto de mi imaginación y expectativas.

-No, no –respondí en un susurro-. Pero decidme, ¿tampoco se halla Paulus por aquí?

-¿Paulus? No, señor. Ya hace algún tiempo que falleció. Yo ocupo su lugar ahora. ¿Puedo seros de ayuda?

-Gracias, muchacho, pero ya me encargo yo. ¿Está el padre Augustus?

-Sí, señor. En su celda.

-Muchas gracias.

Unos golpes en la puerta, rompían un silencio que, transportándome en el tiempo, acariciaba los pasillos. A falta de respuesta, no dudé en insistir. Un joven monje se aproximaba.

-¡Buen día, señor Mateus! ¿Queréis hablar con él?

Tanta confianza me desconcertó.

-¿Nos conocemos?

La Respuesta FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora