CAPÍTULO VII - Parte II

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El país estaba colmado de presagios. Los españoles vendrían a invadir Inglaterra, estaban conquistando parte del mundo y cuando llegaran acá, traerían con ellos la miseria que los caracteriza. Llegarían con armas y combatientes que arrasarían con mi pueblo, con sus instrumentos de tortura que ni el más despiadado Inglés había imaginado nunca. No llegarían como conquistadores sino como locos fanáticos religiosos que vendrían a castigar a mi pueblo, según ellos a causa mía.

Inglaterra sería obligada a recibirlos a ellos, al papa y a su fe. Para una reina como yo, la derrota era inconcebible. Siempre he tenido confianza en mi pueblo, ¿La armada invencible?, mi nación es la invencible. Mis hombres ríen a carcajadas ante un español, como debe ser.

Ya era 1588, había pasado un año desde la muerte de María Estuardo un 8 de febrero en Fotheringhay. Las semanas parecían ser eternas, esperábamos a los españoles con ansias. Sería algo decisivo, porque en la bahía aguardaban las grades naves esperando por la llegada. Libraríamos una gran batalla, y estábamos preparados. Siempre fue mi intensión evitar una guerra a cualquier precio, pero era inevitable. Muchos odiaban la inactividad, esperaban ansiosos en el puerto, pero aún no pasaba nada. Había muchos rumores pero aún nada.

Por fin, un día llegaron, ya era Julio. Sir Francis estaba tranquilo, tanto que continuó con sus actividades ese día, después dijo que había tiempo de sobra para derrotar a los españoles.

Nuestras naves se veían gallardas con la bandera inglesa haciendo alardes ante la brisa, trataba de mostrarme tranquila aunque por dentro había una sensación de angustia que me invadía. Los españoles se jactaban de sus naves, las cuales eran mejores que las mías. Pero tan confiados estaban mis hombres que la seguridad de victoria se esparcía por todo el reino. Los españoles le llamaron a nuestra confianza, brujería. Yo estuve allí, a la cabeza con ellos, dirigiendo todo. Quizás sea la única reina que haya hecho eso.

―Dios mío―rogué―. Sé que lo lograremos, danos tu bendición―supliqué. Sí, las reinas también suplicamos, pero solo a Dios nuestro señor.

Ya todos saben cómo terminó aquello, las potentes naves españolas fueron vencidas por las pequeñas y valientes naves inglesas. Fuimos astutos, cuando llego la hora se encendieron pequeñas embarcaciones que lanzamos contra los galeones españoles, de modo que ellos tuvieron que alejarse. Así entonces nuestras pequeñas naves atacaron.

Una vez más había salido victoriosa, como cuando Dios fue misericordioso y salí de la oscuridad que era la Torre de Londres para convertirme en reina de Inglaterra.

Incluso, durante mi coronación aún había personas que murmuraban que era una bastarda, pocas, pero aún habían. Cuando me veían en la procesión quedaban asombrados, por mi semejante con el rey Enrique. Después de eso quedo claro que era

una legitima Tudor. Ya nadie más dijo que era una bastarda, o al menos no públicamente, pues un comentario como ese le habría costado la vida a cualquiera.

En aquel momento se comenzaron a realizar elogios a la casa Tudor, incluso por primera vez en la procesión se exhibió efigies de Ana Bolena y mi padre Enrique VIII. Desde mi reinado la imagen de mi madre comenzó a surgir. Antes solo era nombrada para ser llamada ramera, pero desde mi coronación ha sido usaba como un icono. Un icono ingles el cual trascenderá en el tiempo, miles serán las historias y poemas que los artistas escribirán sobre la pequeña Bolena, porque fue la madre de la mujer que inspirara millones de historias y poemas, yo, Elizabeth Tudor.

La mujer que salió victoriosa siempre ante el gran poder de España, Francia, Escocia y Roma. Hubo momentos muy duros, lo admito, deseaba ser flexible en muchos aspectos pero, si era flexible en el ámbito religioso podía eso costarme la vida, pues debía tomar partido.

María Estuardo fue la imagen de los católicos (enemigos de Inglaterra), los cuales no me veían con buenos ojos. Así que debía yo ser la imagen de los protestantes (los sabios ingleses), o debía mantenerme al margen y esperar a que María viniera por mi cabeza. ¡NO!

Hice lo que debía hacer, tome las medidas que fueron necesarias para proteger mi trono y la estabilidad de Inglaterra. Solo Dios puede juzgar mis acciones y solo él sabe que todo lo que he hecho en mi vida ha sido por amor.

Por amor a Inglaterra.

YO, ELIZABETHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora