Noticias de Kregar y el inicio del viaje

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Ser jefe era agotador; su mirada cansada, piel pálida y ojeras moradas, eran prueba de ello. Hipo Abadejo ya había perdido la cuenta de las veces que había bostezado esa fría mañana, el sol aún no brillaba con toda su fuerza, pero una fila conformada por más de cien vikingos se alzaba frente a él.

Mientras el castaño hacia un esfuerzo inhumano por mantenerse erguido, Chimuelo, su fiel compañero, mantenía la vista fija en las brasas que se escapaban del fogón que crepitaba al centro del gran salón.

—Y dime Sven, ¿Qué trae por aquí? —dijo el agraciado castaño, mientras forzaba una sonrisa.

—Veras Hipo, Hildegar me ha robado tres ovejas y dos yaks...

—¡Eso no es cierto charlatán! —interrumpió la acusada —¡Esos animales son míos! ¡No es culpa mía que sean idénticos a los que se te perdieron por...!

Al alzarse la mano del jefe el silencio se apoderó del recinto. Tras bostezar, Hipo miro con simpatía a los enfurecidos berkianos y procedió a hablar.


—Sven...—el castaño poso su atención sobre el vikingo —Hildegar...—miro a la vikinga pelirroja —Tomemos esto con calma...pelear no resolverá nada...—la puerta se abrió abruptamente.

Desesperadamente, Patapez atravesó el umbral. Llevaba puesto un pesado abrigo de piel, que le dificultaba el avance, por lo que, durante largo rato, fue el centro de atención. Al llegar al lugar en el que Hipo se encontraba sacó de sus ropajes lo que parecía ser una carta, y al extenderla, dijo:

—Es de Kregar...

La sala de llenó de alaridos y cuchicheos cuando el rey de la tierras del norte fue nombrado.

—Gracias, Patapez...—dijo Hipo, para luego bostezar.

—No hay de que...—respondió orgullosamente el rubio gordinflón.

Cuando el mensajero se retiró, Hipo continuo con su exhaustiva tarea. El sol avanzaba lentamente, cosa que frustraba al agotado vikingo, que cada vez que quería opinar para resolver el conflicto entre Hildegar y Sven, era interrumpido.

Las quejas de los escandinavos que daban forma a la infinita hilera se alzaron, y junto a los gritos coléricos que emitían la molesta pareja, transformaron la quietud del gran salón en un estrepitoso concierto de alaridos. Sin embargo, el molesto acto no se prolongó por mucho tiempo, pues, con tan solo una mirada, Hipo le ordenó a Chimuelo que callara a los vikingos.

Tras explotar la bola de plasma en el aire, el lugar se iluminó y de inmediato los gritos cesaron.

Hipo se disculpó con los berkianos y tras ello suspiro, observó la fila con algo de decepción y al hacerlo, divisó junto a las puertas del gran salón a Astrid, su esposa. Al advertir la presencia de la muchacha, Hipo sonrió. El gesto fue advertido por la joven, quien le devolvió la sonrisa a su amado. La repentina aparición de la rubia le permitió a Hipo superar aquel tan agotador día.

Al declinar el sol, el aire frío invadió el gran salón. Con la llegada de la noche, las antorchas fueron encendidas una a una por Chimuelo, quien, tras culminar su tarea, se sentó nuevamente junto a su jinete, el que al fin tenía tiempo para averiguar el contenido de la carta que Patapez le había entregado. Lentamente desenrollo la cinta que envolvía el pergamino, y tras ello extendió el papel amarillento. La caligrafía tosca de Kregar cubría casi la totalidad de la hoja, al final del escrito, se encontraba un sello rojo en cuyo centro destacaba la silueta de un reptil alado, similar a un dragón, pero que, a diferencia de estos, no poseía patas ni cuernos. 

La maldición del dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora