El inicio de la cacería

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Los ojos del rey se mantuvieron fijos en la cama vacía durante más de diez minutos.

El aire proveniente de la ventana que se encontraba frente al catre interrumpió la reflexión del monarca. Ignorando las palabras torpes de sus subordinados, Kregar avanzó hacia las cortinas que eran mecidas por el poderoso viento y tras advertir las manchas de sangre que se hallaban en estas, las arrancó con furia, sorprendiendo a los sirvientes.

—¡Maldita perra! —exclamó el pelirrojo, luego de destrozar los trozos de tela.

—Mi señor...—susurró uno de los presentes, extendiendo una de sus manos hacia el rey — Tiene que...tiene que mantener la calma...sus valientes hombres encontrarán a la diabólica bestia...

—Fantástico...ahora tenemos a dos brujas que cazar...—el farfulló sarcástico de uno de los guardias interrumpió las palabras del famélico subordinado.

—¿Qué dijiste...Ragnar? —pregunto Kregar, mientras apretaba con fuerza la mandíbula.

—Mi...mi señor...yo...—al percatarse de su error, el vikingo bajo la mirada, para luego balbucear lo que parecía ser una disculpa.

El gobernante, tomó el rostro de su subordinado y lo obligó a alzar la mirada. Mirando fija y duramente a los ojos, le dijo:

—Solo quiero a la perra berkiana muerta... ¿oíste bien?, no tocarán ni un solo cabello de Hemir, la traerán sana y salva...

Ragnar, asintió nerviosamente.

—Si señor...traeremos la cabeza de la muchacha antes de la próxima luna llena...—intervino uno de los guardias, mientras trataba de empujar a Ragnar hacia el exterior del cuarto.

—¡Lo olvidaba, Gerd! —exclamó el rey —Necesito que me traigas un cadáver, uno que se vea como la joven de Berk —ordeno Kregar.

—¿Señor? —dudó Gerd, aferrándose al hombro de su compañero.

—¡Vamos Gerd! ¿Cómo se supone que les haré creer al pueblo y a Hipo que la muchacha murió? —dijo el pelirrojo —No queremos que el caos se apodere de Heitr...

El moreno observó al monarca; lo respetaba, pero su petición le parecía desconcertante. No habian muerto chicas jóvenes en los últimos tres días, por lo que, la única manera de hacerse con un cuerpo era, asesinar a una mujer.

—¿Qué esperas, viejo amigo? —preguntó sarcásticamente el gobernante.

Tras las palabras de Kregar, los guardias salieron de inmediato de la habitación; los sirvientes no tardaron en seguirlos. Ya afuera, miraron inquisitivamente la puerta que los separaba del rey, él quería el cuerpo de una chica como la que había huido, y su petición tenía que cumplirse. Con un nudo en la garganta, los guardias y sirvientes, miraron al vikingo más anciano del grupo, cuya barba estaba recogida en una larga y blanca trenza que le llegaba hasta el abdomen. Jorgen, el blanco de las miradas tenía dos hijas, dos muchachas jóvenes, de la misma edad, de la supuesta fallecida.

El sol iluminó la tierra casi estéril de Heitr de muy mala gana el día del funeral. Las nubes grises y el viento impetuoso perturbaron la ceremonia.

Los berkianos, se negaban a creer en la protagonista del discurso que Kregar a viva voz emitía en el borde del acantilado en el que se llevaba a cabo el evento. Frente al pelirrojo se hallaba una montaña de madera y hierbas secas, en la mano, llevaba una antorcha; el cuerpo de la rubia que yacía tendida sobre la cumbre de escombros estaba listo para arder.

Cuando la parte inferior de la hoguera comenzó a arder, uno de los espectadores, tras emitir un grito estruendoso, intentó traspasar la formación de vikingos, que protegían a Kregar. Los heitrerinos, le lanzaron miradas fulminantes a Brutacio, quien, como un felino enfurecido, trataba de derivar a los guardias del monarca.

La maldición del dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora