VIII

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DEMI

La luz natural del día se filtraba a través de los grandes ventanales del ostentoso comedor, decorado minuciosamente en tonos pastel al puro estilo vintage con toques modernos y muebles de diseño de lo más lujosos. La perspectiva de la ciudad que se veía desde el pisito era de lo más apabullante: los imponentes rascacielos neoyorquinos irguiéndose como gigantes de acero en el cielo grisáceo de aquella fría mañana de Diciembre.

Aunque, a pesar de las privilegiadas vistas de las que disfrutaba la familia Reeves desde su lounge, todos tenían la vista fija en sus platos de comida: un delicioso solomillo Wellington con verduritas asadas, todo un placer para el paladar. Una de las harmoniosas sinfonías de Bach se escuchaba como un silbido disimulado, dándole a aquella velada familiar un aire de lo más victoriano.

Todos estaban en silencio, siendo lo único que se escuchara en la estancia el retintín de la cubertería de plata y la melodía clásica. Victoria y Gregory—los padres de nuestra Barbie de turno—, precedían la kilométrica mesa de cristal, engalanados en sus mejores trajes dignos de acompañar a la realeza en un coctel en el Buckingham Palace junto a la reina de Inglaterra.

A los lados de la mesa, Cece degustaba con deleite su solomillo, masticando con su elegancia característica y la boquita de piñón. Lucía espléndida, con un bronceado natural, recién llegada de pasarse unos meses sabáticos en Seychelles mientras a Demi se le congelaba el trasero cada vez que salía a recorrer las calles neoyorquinas con aquél frío infernal. Y qué bien le habían sentado las vacaciones..., estaba preciosa.

Asomando una sonrisa discreta en las comisuras de sus labios delineados en un color cereza precioso, le preguntó a Demi si había perdido el apetito debido a que no había probado bocado—a excepción de un par de aperitivos de foie que le sugerían un sutil "cómeme, anda, que lo estás deseando", cada vez que se encontraba mirándolos con la baba cayéndole por el mentón—. Toda esa grasa iba a depositarse en sus caderas pero..., ¿qué más daba?

— No, no tengo demasiado apetito, la verdad —respondió con los ojos fijos en las burbujitas que emanaba el champán de su copita.

— Pero ¿te encuentras bien? Estás un poco paliducha.

Cece alargó el brazo hasta encontrarse con la mano de su hermana menor, la que acarició suavemente formando pequeños circulitos en el dorso. Su tono denotaba preocupación y, con aquel simple gesto, Demi se sintió reconfortada al comprobar que no se trataba de falsa condescendencia cuando levantó la mirada del líquido dorado y los ojos ámbar de su hermana la envolvieron con una calidez que se consideraba forastera en aquella casa.

— Sí, no te preocupes, C. Es solo que... —caviló durante unos segundos en silencio—, tengo el estómago un poquitín revuelto —sonrió.

Claro que aquello solo era un eufemismo para disimular las ganas que tenía de levantarse de aquella mesa que, más que una comida familiar, parecía una reunión de autistas.

Victoria Van Dyne lucía un precioso traje sastre de Chanel en blanco, con los ribetes negros, unos zapatos mademoiselle a juego y... una bocaza de arpía que demostraba lo hipócrita que era la muy jodía.

— Demetria, si no te apetece pasar la velada con tu familia, te sugiero que te retires a tus aposentos. Esa cara de angustias que pones me enferma —concluyó con un tono monótono, sin mostrar alteración alguna. Ni enfado, ni repulsión, ni hastío... solo indiferencia. Fría y cruel indiferencia.

Y Demi... Bueno, digamos que Demi no estaba para monsergas. Se levantó de su asiento, se atusó el cabello a un lado y, tragándose la bilis que le subía vertiginosamente por la garganta—quedándose con las desorbitadas ganas de escupir a su madre en toda la cara de amargada que tenía—, dijo muy digna, con la cabeza en alto:

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