Muñeca de Porcelana

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Ante mí se extendía una inmensa sala, coronada por una cúpula de azules y púrpuras dónde los ángeles de sonrisas pintadas flotaban en un mar de nubes blancas, y bajo la bóveda, las llamas siseantes de unos candelabros dorados que proyectaban sombras torcidas sobre los rostros de aquellos taciturnos querubines.

Pero aquello que capto mi atención no fue la belleza trágica de aquel lugar olvidado, sino la figura estática y muerta de una muñeca de porcelana, y quedé embelesado por su oscura mirada, perdida, vacía, sin alma..., por sus labios sellados, por sus rizos dorados pulcramente ordenados, sinónimo de perfección inmaculada, por su vestimenta de un rojo carmín aterciopelado y por aquella composición exagerada, dónde la muñeca ocupaba el lugar central de la estancia, bajo la cúpula, sobre un sofá de terciopelo y junto a ella, un sinfín de muñecos sin gracia, aplacados y sometidos bajo la excelencia de aquella muñeca hechizada.

La risa macabra de una niña inmortal quebró el silencio, marchitando mi embelesamiento, y entonces comprendí que aquello no era una muñeca a pesar de que sus labios siguieron sellados y sus pupilas perdidas en el infinito.


Eliott sobre Marie


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