Capítulo 1━ La cosecha.

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El corazón me latía tan, pero tan fuerte, que temía que en cualquier momento se escapara de mi pecho y me matara.

Estaba nerviosa. Otro año más, para la más profunda desgracia de todos los jóvenes, una nueva cosecha se llevaba a cabo. El procedimiento era el mismo; tributo masculino y tributo femenino. Sin excepción. Los dos directos a los Juegos del Hambre.

Aquel año en el que acaba de cumplir los dieciséis estaba especialmente intranquila. Mi nombre se hallaba en la urna más veces de las que podía contar con los dedos de las dos manos; y todo por mi imprudencia, pereza y ganas de desaparecer del mapa.

Desde la muerte de Kalia mi vida había cambiado de una manera tan radical que me perdí en el camino. A veces, (muchas veces), me costaba seguir hacia delante, me preguntaba por qué yo y por qué esa situación me había tocado a mí. En esos momentos de bajón absoluto no me importaba figurar en la urna un millón de veces, pero luego, cuando me dirigía sola y callada hasta el lugar donde se celebraba la cosecha, me arrepentía.

Aquel año, como siempre, la mujer del Capitolio de siempre leyó el discurso de siempre. Luego, introdujo su mano en la urna de siempre.

Era el turno del tributo masculino.

-¡Steve Johnson! -Miles de miradas se clavaron en el pobre Steve. La mayoría eran de puro y etéreo alivio.

El chico subió al escenario con lentitud, en trance, apagado y pálido. Una mujer lloraba y le perseguía, con los mocos colgándole de la nariz y las mejillas rojas como el fuego. Su madre.

Se me encogió el corazón.

Después, llegó el momento del tributo femenino.

-¡Clarie Morgan! -Miles de miradas se clavaron en la pobre Clarie.

Vaya, que se clavaron en mí. En la pobre de mí.

Los ojos comenzaron a arderme con la fuerza de un incendio. Luché para contener las lágrimas.

No quería asumir que aquello era real, pero los cientos de ojos recorriéndome el cuerpo me decían que sí, que yo era la desgraciada, la condenada a muerte.

Tardé varios segundos en obligar a mis pies a moverse. Sentía las piernas como flanes, flacuchas y débiles, apunto de romperse. Caminé con inseguridad y subí al escenario con el corazón en un puño. Los pulmones también me ardían. Guardaban aire caliente, preparado para ser expulsado mediante gritos y llantos. Pero tenía que esperar; sabía que me estaban grabando. También me hablaban; la mujer del Capitolio contaba un discurso que aunque no escuché, seguramente estaba siendo horrible.

Después de los aplausos, un par de agentes de la paz nos acompañaron a Steve y a mí a una minúscula sala.

-Vamos a morir -Aseguró él, apunto de vomitar y con el pelo negro pegado a la frente por el sudor.

-¿En serio? Muy agudo. No me había dado cuenta. No serás tú el listo del Distrito -Contesté con un sarcasmo casi macabro.

Pero, ¿qué otra cosa podría decirle? ¿Consolarle? No. Jamás supe hacer eso. Mi sensibilidad murió el día en el que Kalia lo hizo.

Pasaron unos largos y tortuosos minutos y nadie apareció. Una frustrante sensación de incertidumbre me recorría el cuerpo. Quería hacer preguntas y quería respuestas.

Pero no había nadie.

Nadie.

Mas, de repente, oí una risa al otro lado de la puerta. Suave y sedosa, como las agradables brisas marinas del Distrito 4. Esa carcajada me enfureció ¿quién se ríe en un momento así, tan crítico para dos personas desamparadas?

Lo descubrí con rapidez. La puerta se abrió lentamente y, junto a dos agentes de la paz apareció el rostro de la mujer del Capitolio y de un hombre que yo conocía muy bien. Que había aparecido en mis pesadillas y del que quería vengarme.

Finnick Odair.

El asesino de mi hermana. El vil asesino de mi hermana,

¿Y él tenía el valor de echarse a reír?

No. Jamás.

Un instinto salvaje me recorrió de la cabeza hasta la punta de los pies. Mis mejillas acumularon el calor de la rabia, de la ira, del asco.

Apreté los puños, me abalancé sobre él, y le di un golpe en la cara. Un puñetazo que luego me dejó los nudillos amoratados.

Llevaba años sin sentirme tan bien.

Había soñado mil veces con ese momento.

Me disponía a volver a pegarle cuando, de pronto, alguien me golpeó en la cabeza.

Todo se volvió negro.

El verdadero amor de Finnick Odair. /sin editar/Donde viven las historias. Descúbrelo ahora