Capítulo 9━ Venganza.

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El momento fue incómodo, desde luego. Lucy nos miraba de arriba abajo como si fuera la primera vez que se topaba con nosotros.

-Eh... -carraspeó-. En fin. Clarie, te necesito conmigo, tenemos que hablar.

-Ahora voy.

-Bien -La morena nos observó una última vez, confusa, y se marchó.

Finnick y yo no nos miramos a los ojos; hubiera sido demasiado incómodo. ¿Qué acababa de pasar? Estábamos hablando y de pronto la distancia era tan, pero tan minúscula...

-Perdona, Clarie. Me he precipitado.

Yo me puse roja, seguro, al verme incapaz de explicarle que no tienes que disculparte porque no me disgustaba lo que estabas haciendo. Esas palabras se quedaron atascadas en mi boca.

-Tranquilo.

Él esbozó una sonrisa algo tímida, una sonrisa que me impresionó. ¿Estaba nervioso Finnick Odair, el conquistador y playboy del Capitolio?

Wow.

En el salón, Lucy, Eve, Mags y Steve hablaban con ánimo, en voz muy alta. Estaban perfectamente vestidos y peinados.

-¿Quién se casa? -Pregunté, sentándome en el sofá.

Steve soltó una carcajada armoniosa y Eve me dio un suave codazo.

-¡Nadie! Tenemos que acudir a un coctel con varios miembros de la élite del Capitolio. Muy seguidores de los Juegos, así que, ya sabéis, ¡mostrad vuestra mejor sonrisa!

Lucy, Steve, Eve y yo nos marchamos en menos de media hora. Finnick no pudo acudir. Tenía una clienta.

La velada fue un asco, tal y como imaginaba, con personas que me acariciaban el vestido, mi pelo, mis brazos desnudos, que me preguntaban por Kalia y por Finnick y si le odiaba por lo que había hecho.

Nauseabundo.

Me sentí poco más que un mueble viejo y polvoriento que no es de nadie y es de todo el mundo. Que podían entrometerse en mi vida sin pudor. Que podían decidir sobre ella.

A cierta hora de la tarde me retiré al balcón del edificio donde nos encontrábamos. Necesitaba aire y sentirme algo más que un objeto pero, por desgracia, la desdicha me perseguía.

Una voz ronca y grave sonó cerca de mi oído, muy pero que muy cerca.

-Ojalá ganes tú, chica de hielo. Estoy deseando que dejes de ser propiedad de los Juegos  y saber lo que escondes entre tus piernas.

No le vi la cara. Me quedé tan paralizada que no tuve el valor de moverme. Cuando me di la vuelta estaba sola otra vez, y presa del pánico por no saber quien de las decenas de hombres había sido, me marché.

(...)

Al día siguiente unas ojeras profundas y moradas decoraban mi rostro. Jamás las había tenido tan pronunciadas. Sin embargo, lo que más destacaba de mí era otra cosa y lo sabía: mis ojos. Vacíos y letales, sedientos de venganza, ansiosos por rebelarse contra aquellos que me hacían sentir pequeña, vulnerable y solo carne. Aquella mañana no pensé en nada cuando cometí ese supuesto error que para mí fue una liberación absoluta.

-Steve Johnson, Distrito 4.

La prueba donde debíamos mostrar nuestras habilidades llegaba. La prueba que determinaría de una vez nuestra valía y nuestro número de patrocinadores. La sala estaba abarrotada y los tributos estaban nerviosos. Liam Scott lloraba mientras Sidney Clark ponía los ojos en blanco. John Coleman hablaba con Riley, haciendo chistes para liberar tensiones mientras la rubia se mordía las uñas.

Diez minutos después, mi nombre.

-Clarie Morgan, Distrito 4.

Yo, por el contrario, no estaba exteriorizando mis nervios porque mi mente estaba en una especie de limbo donde planeaba la venganza. La mejor de todas.

En realidad, sabía que nada de lo que yo hiciera podría cambiar el hecho de la existencia de los Juegos del Hambre, que yo no podría hacer que doce distritos dejaran de sufrir y el Capitolio de divertirse. Pero yo quería prender una llama.

¿El Capitolio quería espectáculo? Ajá.

Lo tendrían.

Entré en la sala con las manos temblando de rabia. No tuve la cortesía de saludar a los hombres que me observaban en lo alto, detrás de una cristalera; ni si quiera les dediqué una mirada. Me acerqué a las mesas y hallé lo que necesitaba.

Un monigote o maniquí enorme, en forma de persona. Con sus piernas, sus brazos y su cabeza. También había pinturas de varios colores destinada para aquellos que quisieran camuflarse. Cogí ambas cosas.

Escribí una sola palabra en el monigote.

Lo apoyé contra una diana.

Para finalizar, tomé una de las hachas arrojadizas.

No me tembló el pulso cuando la lancé, y no me arrepentí cuando el hacha se clavó en la cabeza del maniquí con la palabra Capitolio pintada en el pecho.

Salí de la sala, escuchando murmullos de horror a mis espaldas.

El verdadero amor de Finnick Odair. /sin editar/Donde viven las historias. Descúbrelo ahora