PSIQUIÁTRICO (PARTE4)

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SAM

Caminaba cabizbaja por la calle, podía notar cada mirada que se dirigía a la nada, todos se quedaban mirando algo que no existía, yo.

Sí, no existía, porque era un cuerpo sin vida, un alma extraviada en este cruel mundo humano, o al menos eso creía yo. Siempre me habían dicho que tenía un serio problema mental llamado síndrome de Cotard. Como muchos creían, no era una chica antisocial ni nada parecido, sino que creía que no podía hablar con nadie porque estaba muerta. ¿De dónde me vino este problema? Buena pregunta, supongo que de pequeña siempre lo pasaba muy mal en clase y en casa, siempre buscaba un rato para cotarme e intentar desaparecer de esa mierda de mundo y sociedad en la que vivía, y además, a todo eso, se sumó, en la adolescencia, mi problema con el peso. ¿Sabéis lo duro que era ver unos cuerpos tan flacos y perfectos a mi alrededor, ver como la misma belleza se volvía efímera en el tiempo y se reía de mí? Supongo que algunos me entenderéis, bueno pues con esta enorme obsesión, caí en la anorexia. La última vez que me subí a una váscula, pesaba cuarenta y cinco kilos, y medía un metro ochenta y cuatro. Sí tenía un problema, pero yo no lo veía.

Llegué a un semáforo en rojo. Los coches pasaban deprisa y nunca se paraban a mirar si podían atropellar a alguien o no. Me quedé allí parada como una buena ciudadana y comencé a pensar. ¿Si estaba muerta para qué debía estar allí esperando y perdiendo un tiempo que podía usar para otra cosa? Podía cruzar y no me pasaría nada, al fin y al cabo, estaba muerta. Así que llegando a aquella estúpida, pero para mí racional, decisión, me dirigí decidida a cruzar la calle. Pero entonces, algo o alguien me tiró hacia atrás y caí de espaldas contra el suelo. Era extraño ya que yo creía que estaba muerta, pero sentía como la gente podía tocarme, podía sentir todas las emociones y cosas materiales, y además las personas podían comunicarse conmigo. Abrí mis ojos sobresaltada y miré la calle de arriba a abajo para ver quién podía ser aquella misteriosa persona o alma que me había hecho evitar cruzar aquel semáforo en rojo, pero no pude ver a nadie.

Tras aquella extraña situación, recorrí mi ya rutinario camino a casa. Llegué y subí los siete pisos del edificio en el ascensor hasta mi casa. Dejé la mochila en una silla de la cocina, y vi a mi madre sentada en la encimera fumando un cigarro y mirándome de una forma arrogante como ella solía hacerlo, pero yo nunca le di importancia.

- Hola- le dije y ella hizo un gesto con la cabeza haciéndome saber que me había contestado. Me senté en la mesa y me puse a ojear el móvil.

-¿No piensas comer?- soltó de repente, sabía que lo hacía para fastidiarme, ya que sabía perfectamente que yo no comía y no me gustaba hablar del tema- por dejar de comer no vas a dejar de estar tan foca como siempre. ¿Tú te has visto, Sam?. A mi personalmente me da asco tenerte como hija. Eres una vergüenza, en serio, ¿te has visto esos michelines?- comencé a llorar, no sé porqué le encantaba hacerme sufrir pero lo conseguía. Me miré al espejo y lo vi, vi todas esas espantosas palabras que mi madre me había dedicado.

-No, no puede ser, no he comido más que un cereza y un vaso de agua esta mañana, ¿cómo? No puede ser- me tiré en el suelo y recogí mis piernas con los brazos.

Gorda, foca, puta, adicta, antisocial, repulsiva, asquerosa, irrespetable, miserable... Cada una de aquellas palabras que se repetían una y otra vez en mi cabeza, se clavaban en lo más profundo de mi ser.

-Aún estando muerta soy la persona más horrible del mundo- susurré para mi misma y fui a dirigirle unas palabras a mi madre, pero ya no estaba allí, lo único que quedaba de su presencia eran su dolor y aquel extraño y significativo olor a tabaco. Mi madre tenía la genial capacidad de desaparecer cuando ya había acabado de torturarme psicológicamente. Nunca me quiso para nada más, y lo peor de todo es que nunca sabía a donde iba, porque no dejaba ningún rastro de que hubiese estado allí realmente. Ahora, puedo deciros que mi madre había muerto en un accidente de tráfico cuando yo tenía ocho años y que en esos momentos lo que me perseguía era su recuerdo de los malos momentos, su fantasma, pero en aquel entonces no me di cuenta de ello.

No pudiendo más sentí esa sensación de querer volver a morir por dentro. Sabía que ya estaba muerta, pero quería volver a sentir esa sensación de morir y de no ser más que un puto alma evadida, y olvidarme de aquella enorme figura que era yo y de todas las palabras de mi madre, así que, después de esnifar un poco de heroína, sí, no os lo había dicho, caí en un profunda adicción cuando me eneteré de que "estaba muerta". Me dirigí a la ventana de aquel alto séptimo piso y me coloqué decidida a acabar con todo. Pero justo en el momento en el que iba a tirarme, sonó el teléfono. Me bajé de allí y atendí el teléfono.

-¿Di..diga?- me sequé las lágrimas que me caían por las mejillas.

-¿Es usted Samantha Smith?- la voz que sonaba del otro lado del aparato era de un mujer, de entre treinta y cinco y cuarenta años.

-Sí- afirmé con preocupación.

- Llamaba para confirmarle que ha sido internada en le psiquiátrico Malikwood. La esperamos aquí mañana a las doce del mediodía, si no viene, la iremos a buscar, buenas tardes.- Antes de que pudiese dirigir una sola palabra me colgó y me quedé totalmente anonadada ¿yo, en un psiquiatrico? Pero si estaba muerta, ¿de qué iba todo eso? Solo hubo una cosa aún más rara que me había chocado, ¿Quién me había metido alli?
[...]




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