Prefacio.

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« Septiembre de 2002. Italia.

Llevaba una eternidad en el asiento trasero de ese coche.

Hacía al menos tres horas que habían salido de Nápoles, y cerca de cinco desde que se hubo despedido de sus abuelos. No sabía cuándo iba a volver a verles. No había querido preguntárselo a su padre, y los miembros de su familia materna no habían mencionado nada al respecto.

Tampoco sabía donde estaba su madre. La última vez que le había visto había sido tres días antes, justo cuando vino a darle un beso de buenas noches y se marchó cerrando la puerta de su habitación tras ella. A la mañana siguiente no estaba en casa, ni ella ni la mayor parte de sus cosas, incluido el coche, y lo único que había dejado era una nota para su padre sobre la mesa de la cocina. Esa nota que lo había revolucionado todo y que le había obligado a despedirse de sus amigos, su familia y empaquetar sus cosas para poner rumbo al pueblo natal de su padre con la sensación de que iba hacia la horca embargándole.

—¿Por dónde vamos?

Su padre ni siquiera se molestó en mirarle cuando le explicó que acababan de cruzar Sezze. Llevaba unos días distante con él y no conseguía entenderlo. Suponía que era simple frustración con él mismo que había preferido canalizar hacia el niño. A fin de cuentas estaba en una situación delicada, y aunque la culpa había sido suya, el factor que fallaba en la ecuación era él, que seguía allí como una prueba viva de los errores de su padre en lugar de haber desaparecido con su madre cuando esta se enteró de la doble vida del que había sido su marido durante trece años.

Se acomodó en el asiento y miró por la ventana, aburrido. No sabía a qué distancia estaba Sezze de Latina, pero rezaba internamente para que no fuera demasiado.

—¿Cuándo vamos a volver a Nápoles?

Sus miradas se cruzaron a través del espejo retrovisor. El niño le sostuvo la mirada, en completo silencio, pero su padre no tardó en volver a fijarla en la carretera.

—Dejaremos pasar un tiempo por ahora.

—¿Podré ir al cumpleaños de Luca? —preguntó —. Es el día diez. Vamos a ir al cine.

—Ya veremos.

Dudó un momento antes de realizar su siguiente pregunta. Su padre parecía molesto, pero sentía que necesitaba saberlo.

—Papá —silencio. Apartó la mirada del paisaje que veía a través de la ventanilla y se giró hacia el asiento delantero —, ¿mamá va a volver a casa?

—No lo sé —murmuró al fin tras unos segundos —. No lo creo.

—¿Por qué?

De nuevo obtuvo silencio por toda respuesta. Los carteles de la carretera ya mencionaban Latina en ellos. No debía quedar demasiado. Se inclinó hacia delante e insistió.

—Papá...

—¡Giancarlo, cállate!

La repentina violencia en las palabras de su padre consiguió que el chico se echase de nuevo hacia atrás y fijase la mirada en la carretera.

—Perdón —dijo en un susurro, y ninguno de los dos volvió a hablar durante el resto del trayecto.


Latina era una ciudad pequeña, o quizás un pueblo grande. No lo sabía con certeza, pero de lo que sí que estaba seguro era de que Latina no era Nápoles, no era su sitio, y cuando bajó del coche y arrastró su maleta hacia el interior de la casa no le quedó duda alguna de ello.

GiancarloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora