Capítulo XIV.

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—¡Micah! ¡Echa de comer a los conejos!

Giancarlo nunca dejaría de encontrar extraña y divertida la vida en la hacienda de los Giordano. No importaba cuanto tiempo pasara allí, no importaba las veces que escuchase a Lucrecia pedirle a sus hijos que alimentasen a los animales o que acompañase a Vittorio a las decenas de hectáreas plantadas de olivares que rodeaban la vivienda para supervisar o tomar parte en el trabajo. Aquel lugar era otro mundo, algo muy diferente a los sitios en los que había vivido, a los que estaba acostumbrado. Pero cada día que pasaba estaba más convencido de poder acostumbrarse a ello.

Vitto, que llevaba cerca de quince minutos jugando a lanzar una pelota de tenis a Phoskito, dejó escapar un quejido lastimero y miró a Giancarlo. Él le respondió con un suave encogimiento de hombro, sin hacer ademán de ponerse en pie o apartar siquiera la vista del libro.

—Los pobres conejos no pueden alimentarse solos, Micah.

—Eres un ser humano despreciable.

—Por eso tú eres el encargado de los conejitos, Micah.

Rió y se encogió ligeramente cuando la pelota de tenis se estrelló contra su brazo. Vitto se puso en pie con pereza mientras su mascota se colaba bajo la mesa para recobrar su juguete. Giancarlo sintió la larga cola del perro golpear contra su pierna varias veces y coló una mano bajo la mesa, buscando acariciar el lomo del animal. Phoskito maniobró a sus pies y consiguió girarse hasta poder apoyar el hocico en su regazo, permitiendo al pelirrojo acariciar sus orejas con facilidad.

—Tu dueño es vago, ¿verdad? —Phoskito emitió un suave ladrido complacido cuando Giancarlo le rascó entre los ojos—. Un vago. ¿Quieres ir a por Haribo? ¿Despertamos a Haribo, Phoskito? Venga, vamos a por él.

Dejó su libro sobre la mesa del porche trasero y suspiró antes de ponerse en pie para dirigirse al interior del edificio principal de la finca, seguido de cerca por un alegre Phoskito que se coló en su habitación antes de que él pudiera siquiera llegar.

Su dormitorio, el único de la planta baja, se encontraba a la izquierda de la entrada al edificio. En otro momento había sido utilizado como uno de tantos pequeños almacenes en la casa, pero Vittorio senior había creído que sería adecuado para él. A Giancarlo le gustaba, a pesar de encontrarse tan lejos del cuarto de Vitto y de poder escuchar nítidamente el sonido de la gran puerta de madera cada mañana, al inicio de la jornada de trabajo. Lo compensaba la cercanía a la cocina y el no tener que subir escaleras cuando llegasen a casa con un par de copas de más. Conociéndose, eso sería a menudo y aquella era una gran ventaja.

Tal como esperaba, Haribo continuaba durmiendo cuando se inclinó sobre la jaula para echarle un vistazo. Se había instalado en el segundo piso, con el cuerpo tendido sobre una de sus hamacas, pero con la cabeza apoyada en la superficie de plástico que constituía el suelo del nivel. Era gracioso. A veces se olvidaba de lo cómico que podría llegar a resultar un hurón.

Abrió la puerta y coló la mano dentro bajo la atenta e impaciente mirada del perro. Con suavidad, zarandeó la hamaca de su mascota mientras le llamaba con un tono demasiado dulce para él. El hurón tardó unos segundos en abrir los ojos, bostezar y desperezarse, saliendo de su letargo.

Giancarlo retiró la mano y tomó asiento en el suelo, con la espalda apoyada contra la cama mientras mantenía sujeto a Phoskito para evitar que molestase a Haribo mientras el hurón terminaba de despertar y se preparaba para salir de la jaula. Acarició el lomo del animal mientras su mente volaba rápidamente a otros asuntos, lejanos de su mascota o de la hacienda de los Giordano.

Había recibido exactamente tres llamadas de su padre que Vitto había tenido a bien responder. Angelo se había ofrecido como intermediario para cualquier asunto que Giancarlo tuviese que resolver en Latina, según él, para evitar que se matasen entre ellos o que a Giancarlo le diese un nuevo ataque de ansiedad. No se lo había agradecido con palabras, pero se conocían lo suficiente como para que aquello no hiciera falta. Angelo sabía cuán agradecido estaba su amigo por aquello y Giancarlo se encargaría de demostrarselo en su debido momento y a su manera.

GiancarloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora