Capítulo XI.

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Siena. Al norte de Roma, al sur de Florencia. Una ciudad que sólo había visitado en una ocasión, con el Liceo, y que no había logrado despertar ningún tipo de emoción (para bien o para mal) en él.

Una ciudad que a partir de ahora estaría ligada en su memoria con el recuerdo de su madre.

Había llamado dos días después de su salida nocturna, y tras muchas preguntas y el envío de documentación que acreditase su lazo de sangre, había recibido el teléfono y la dirección de correo de su madre. Había tardado otros dos días en calmar sus nervios y reunir el valor para llamar. Fue uno de los peores momentos de los últimos meses. Nunca le había gustado hablar por teléfono, y la situación era lo suficientemente violenta y estúpida para acrecentar su ansiedad. Además, la curiosa mirada de Dante sobre él durante toda la conversación no le había ayudado a relajarse.

El chico parecía satisfecho por su decisión. Desde su discusión con Vitto ambos habían mantenido una educada distancia que dejaba claro que, si había existido algún tipo de simpatía entre ellos, se había esfumado con la misma rapidez con la que había aparecido. Vitto, más orgulloso de lo que parecía, no pensaba perdonar la insinuación del chico sobre su intención de coartar la libertad de Giancarlo para adaptarla a sus deseos. Dante no pensaba disculparse por sus palabras.

Nunca sabría cómo, pero consiguió relajarse lo suficiente para que su voz no temblara al hablar. Fue una conversación breve y confusa. Aunque el paso de los años no había afectado un ápice a la voz de su madre, la pubertad había causado grandes cambios en la suya, y junto a lo extraño de la situación contribuyó a que Beatrice dudase de su palabra.

Estaba a punto de desistir cuando su madre decidió aceptar que era quien decía ser. A pesar de lo que había esperado, no fue algo que le hiciera sentir mejor, ni su aceptación ni la avalancha de preguntas y alabanzas a Dios que la siguieron. No respondió a ninguna, no tenía tiempo de hacerlo antes de que una nueva duda le llegase a través del teléfono. Se armó de paciencia y esperó, ansioso, a que su madre se relajase. Fue ella, una vez se calmó, quien propuso una cita ese fin de semana.

La primera oferta fue una invitación a casa que rechazó educadamente. Beatrice le informó de que vivía en Módena y que podía quedarse con ella el fin de semana si le apetecía. Giancarlo ni siquiera encontraba necesario decir que era lo último que le apetecía en ese momento.

Decidieron quedar en un punto intermedio, donde ambos pudieran llegar sin problemas. Tras una breve cavilación, su madre propuso Siena como punto de encuentro y aquella era la razón por la que se encontraba a las doce de la mañana de un sábado caminando solo hacia el Palazzo Pubblico.

No pidió a nadie que le acompañase, y no sólo porque creía que era una situación que debía enfrentar a solas. No, también había influenciado esa estúpida guerra fría que mantenían entre ellos. No quería escuchar a Dante criticar a Vitto, y le molestaría aún más la silenciosa decepción de su amigo. No, ya tenía suficiente consigo mismo para aguantar las tonterías de nadie.

Ni siquiera sabía qué debía pensar o sentir. Mientras recorría, móvil en mano, las calles que separaban la estación de tren de la plaza del Palazzo Pubblico, su mente se mantenía en blanco con una facilidad asombrosa. No importaba cuánto pensara en lo que estaba sucediendo, no creía ser capaz de aceptarlo ni siquiera cuando tuviese a su madre delante. ¿Cómo iba a creerlo después de tanto tiempo? ¿Había pensado realmente alguna vez que aquella situación se daría? Había guardado la esperanza, sí, pero en el fondo hacía muchos años que se había concienciado de que no ocurriría, de que sólo eran ensoñaciones de la niñez, y había apartado sus ideas, relegándolas al mismo rincón oscuro en el que había enterrado su necesidad de tener una pareja.

GiancarloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora