Aunque prácticamente toda su vida se negase a admitir aquello, eran muchas las cosas que Giancarlo, como todos, no llegaba a entender. No entendía por qué, bajo ciertas circunstancia, se producía el Efecto de Mpemba y el agua hirviendo se congelaba. No entendía la dualidad onda-partícula ni cómo o quién había construido las grandes Líneas de Nazca. No entendía la mayoría de las grandes operaciones matemáticas que había aprendido a realizar en la escuela como un robot que se limitaba a seguir los pasos una y otra vez. Pero, por encima de todo, no entendía por qué tenía que ir a ese estúpido bautizo.
Había intentando librarse de él con más interés y ganas de los que había invertido en todos sus años de estudio. Juntos. Había buscado motivos para no ir, reales y falsos, excusas lógicas y sólidas para perderse aquella celebración de la que ni él ni su familia querían que formase parte, pero para que Raffaello Onetto diese su brazo a torcer habría hecho falta poco menos que una invitación oficial del Presidente de la República para tomar el té ese mismo domingo. A su padre no le habían importado sus quejas, ni siquiera sus amenazas, había permanecido firme e inmutable y se había encargado él mismo de ir a buscarle a Roma para hacerle asistir al bautizo de su primera sobrina.
De los cuatro hijos del fiscal, Giancarlo había sido el único que ni se había casado ni había pensado hacerlo alguna vez en su vida. Por consiguiente, era también el único que no tenía ningún tipo de interés en tener descendencia, y aunque siempre había pensado que aquella decisión sería algo que alegrara a su progenitor, visto el escaso cariño que mostraba por su hijo pequeño, a veces se le hacía complicado entender si la emoción que su padre mostraba ante su escaso interés en la vida familiar era alegría por ver eliminada la estirpe de su desliz o desprecio hacia él por no querer continuarla. Y, aunque era algo que conseguía levantarle un terrible dolor de cabeza, lo cierto era que le daba muy igual qué opción fuese la verdadera.
Opiniones sobre su descendencia aparte, Giancarlo fue obligado aquel sábado a volver a Latina para acudir al que sería su tercer bautizo no deseado. Hacía ya seis y cuatro años de los bautizos de los dos hijos de su hermanastro mayor. Pietro había tenido a sus pequeños con apenas año y medio de margen entre ellos y aunque en ambas ocasiones se había mostrado, no sólo conforme sino también satisfecho con la ausencia de su hermanastro, el cabeza de familia se había negado a que tal cosa ocurriera y lo único que había ayudado al pelirrojo a sobrellevar aquellas dos torturas familiares, había sido el poder disfrutar de la amargura que se adueñaba del rostro de su hermano al reparar en su presencia entre los invitados. No podía negarlo, poner de mal humor a Pietro había sido uno de sus hobbies preferidos desde que dejó de intentar encajar en aquella familia, y entendió que ni tenía ni necesitaba la aprobación de nadie más que sí mismo.
Esta vez la afortunada madre era su hermana, Carina. A diferencia de con los dos hijos varones de Raffaello, con ella nunca había tenido una relación demasiado tensa. Su hermana era una de esas mujeres florero con pocas aspiraciones en la vida que no estuviesen relacionadas con un marido que le mantuviese, una casa en el sur de Italia y un par de niños que ayudarán a tenerla ocupada. No había nada en ella que interesara a Giancarlo, pero tampoco nada que le hiciera odiarla. A diferencia de sus hermanos, ella había heredado de su padre, como Giancarlo, la firme creencia de que no había mayor desprecio que la falta de aprecio, y aquel había sido su modus operandi con el pelirrojo desde su llegada a la casa: limitarse a ignorar su existencia en la medida de lo posible.
La celebración se llevó a cabo, cómo no, en una de las iglesias más importantes de Latina. Giancarlo había estado en ella en contadas ocasiones y no había una sola vez que lo hubiese hecho por su propia voluntad. Cuando era pequeño había sido un buen creyente. Iba a misa todo los domingos y ni siquiera comía carne los viernes de Cuaresma. Rezaba por las noches y bendecía la mesa antes de comer. Pero de eso ya hacía mucho tiempo.
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Giancarlo
Historia Corta"No todos necesitamos que nos completen -le espetó -. Yo no soy la mitad de nadie. Estoy bien y completo como estoy." Desde que tiene memoria Giancarlo nunca ha sentido ningún tipo de atracción romántica hacia las personas que se cruzaban en su vida...