Capítulo I.

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La primera vez que pisó Roma tenía la humillante edad de veinte años. Nunca se lo perdonaría. ¿Cómo había podido permanecer con vida durante dos décadas sin pisar la Ciudad Eterna ni una sola vez a pesar de vivir a menos de dos horas de viaje? Ni siquiera quería pensar en ello.

Nunca olvidaría ese primer día. Fue un diez de agosto, poco después de su cumpleaños y tras haber recibido la admisión en la universidad de La Sapienza para cursar la laurea di letteras (1) durante los próximos cinco años. Recibió la noticia con una mezcla de alegría y decepción. Los idiomas le gustaban, pero no era su carrera soñada. Simplemente era lo único a lo que podía aspirar siendo hijo de quien era.

La ciudad había cumplido con sus expectativas e incluso había llegado a superarlas. La cantidad de monumentos y obras de arte que había por sus calles le resultaban abrumadoras y le tuvieron caminando por la calle sin rumbo fijo durante las tres primeras semanas. Se creía en un cuento, en uno de esos que había pensado todas las veces que se había imaginado a sí mismo vagando por la ciudad. Ni siquiera había podido creer hasta pasados varios meses, que aquella fuera a ser su ciudad los próximos años.

Ahora Roma era parte de él tanto como él lo era de Roma, y no se imaginaba en ninguna otra ciudad. Había viajado a muchos países. Había gastado casi cada céntimo del dinero que recibía de su padre en visitar cada ciudad de Europa que alguna vez había llamado su atención. Estuvo en París para la celebración de la toma de la Bastilla, en Londres el día de Guy Fawkes y en el Festival de Navidad de Moscú. Visitó varias veces Venecia en época de Carnavales y Brasoç en la festividad de Todos los Difuntos, había paseado por las calles de Atenas, Estambul, Praga, Berlín y Amsterdam, disfrutado de los paisajes de Escocia e Irlanda, del sur de España y la región alemana de Baviera. Por supuesto, conocía muy bien gran parte de su Italia natal, pero nunca, en ninguno de sus viajes, encontró una ciudad que despertase en él lo que Roma.

Por ello, por Roma y por todo lo que había conseguido en ella, todo lo que la ciudad significaba en su vida, la visión del inminente final de su laurea magistrale hacía que un escalofrío recorriera cada centímetro de su cuerpo.

— Te agobias demasiado pronto —Giancarlo puso los ojos en blanco mientras empujaba la puerta del piso y entraba en él con Haribo en brazo y seguido de sus dos compañeros —. Aún te queda todo este año.

El pelirrojo dedicó una mirada significativa a su amigo de la que Angelo hizo caso omiso con aquella capacidad suya para ignorar lo que le interesaba. El castaño había aceptado volver a Roma antes de que las clases diesen comienzo sólo después de que Giancarlo insistiese reiteradamente. Si hubiese sido decisión suya, se habrían quedado en Latina al menos una semana más, pero Giancarlo era un buen estratega, y después de una semana aguantando al pelirrojo en su casa día sí y día también, el estudiante de medicina había decidido que volver a Roma sería la mejor opción para todos, incluida su paz mental.

Vitto se había sumado rápidamente a ellos. Por muy bien que se llevase con su familia, lo cierto era que no soportaba estar encerrado en aquel pueblo demasiado tiempo. Además, tenía mejores cosas que hacer en Roma y personas más importantes a las que ver que a sus compañeros de liceo (2).

Fue Vitto quien cerró la puerta del piso tras él mientras Giancarlo dejaba el transportín de Haribo en el suelo y abría la pequeña puerta a su mascota, al tiempo que Angelo cruzaba la entrada camino de su habitación, cargando con su mochila.

— Vamos a cambiar de tema antes de que el piso explote —pidió el moreno, alegremente —. Tengo que ir a secretaría, ¿alguno tiene que pasar por la universidad?

— No.

— ¿Vas a intentar dar clases al final? —Vitto suspiró y se encogió de hombros ante la pregunta de su amigo.

GiancarloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora