Capítulo: IX

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Para un simple espectador, para alguien que simplemente mirase la superficie, las cosas no habían cambiado demasiado desde que regresaran aquella tarde a Roma. Para Giancarlo, sin embargo, todo había cambiado.

El jueves siguiente Vitto y Angelo fueron hasta Latina y regresaron con la mayoría de las pertenencias que había dejado en la vivienda familiar. Habían perdido toda una mañana y parte de la tarde, pero ambos aseguraron antes y después que no les importaba en absoluto. Era mejor eso a que Raffaello o algún otro miembro de la familia empaquetase sus cosas.

No había vuelto a hablar directamente con su padre desde el funeral. Vitto había mediado entre ellos haciendo gala de la educación y diplomacia que siempre le habían caracterizado. No habían tenido mucho que decir, pero Vitto había querido asegurarse de que su amigo no iba a terminar tirado en la calle. Raffaello, sin embargo, parecía seguir teniendo o bien algo de aprecio a su hijo, o bien demasiado miedo a las consecuencias que un escándalo familiar podía tener sobre su carrera. Había prometido terminar de pagar la matrícula de la magistrale de su hijo y darle una pequeña paga mientras buscaba un trabajo, algo que tendría que encontrar en el plazo de un año. También se comprometió a enviar la herencia que Enzo había dejado a Giancarlo adjuntando una fotocopia del testamento. Aquello había sido lo más complicado.

La casa familiar había quedado en manos de Giancarlo. Enzo lo había especificado con claridad: si alguno de los hijos de Raffaello, como únicos nietos a los que había conocido, permanecía sin domicilio propio en el momento de su muerte, la vivienda pasaría a sus manos. Giancarlo era ese último nieto sin domicilio independiente, por lo que aquella vieja vivienda cerca del centro de Latina era ahora completamente suya junto a una cantidad de dinero, no demasiado, que Raffaello ya había traspasado de sus propios ahorros a la cuenta del chico. Ahora, el único problema era que Giancarlo no quería aquella casa.

Intentó renunciar a ella en un primer momento, pero Vitto y Angelo se lo impidieron. Entendían que no quisiera pisar Latina y que, de hacerlo, no estuviese preparado para vivir en la casa de sus abuelos, pero renunciar a una vivienda, a una con tanto peso sentimental para él, les parecía precipitado y, sobre todo, una mala idea. Podía hacer mil cosas con ella. Podía venderla, podía alquilarla, restaurarla o mantenerla hasta que encontrase una vivienda mejor y estuviese seguro de que, si en algún momento lo necesitaba, tendría donde ir. "Una casa propia es muy importante", había insistido Angelo, "no tomes estas decisiones a la ligera".

Comprometido a no librarse de la vivienda hasta que las cosas se calmasen para él, había enviado a sus amigos a sacar algunas pertenencias de su abuelo con la que sus familiares no hubiesen arrasado. No parecían haber querido mucho porque encontraron casi todo lo que quiso mantener: una caja de madera tallada con el escudo de Italia, destinada a guardar el tabaco, un par de libros (bien habría podido llevárselos todos) y algunas fotografías. Había querido descolgar el espejo del recibidor, cuyo marco de cerámica había sido montado por Enzo, pero Vitto le había asegurado que permanecería allí cuando regresara. Por supuesto, lo primero que habían hecho fue cambiar la cerradura para evitar que el resto de la familia entrase en una propiedad que ya no era suya.

Ese mismo viernes comenzó su mudanza a Bracciano. Era una opción que había contemplado varias veces pero que no terminaba de convencerle. Le gustaba la familia Giordano, no había habido un sólo momento en el que no le hubieran tratado con amabilidad y confianza, que no se hubieran esforzado porque se sintiera como en casa. Pero no podía evitar pensar que se estaba inmiscuyendo demasiado en la vida de Vitto.

Pero las cosas habían quedado finiquitadas y ni Vitto ni sus padres aceptaron sus réplicas al respecto. Habían preparado para él el dormitorio de la planta baja de la casa principal, una estancia que había servido de improvisado almacén los últimos años. El señor Giordano había vaciado la habitación por completo y había llevado las cosas con ayuda de algunos trabajadores a otra estancia , en el ala este del enorme caserón en el que residía la familia. No era el cuarto más grande que había tenido, pero era suficiente para él y Haribo. Además, el porche y el jardín trasero eran un lugar magnífico en el que jugar con su mascota. Sólo necesitarían la habitación para dormir.

GiancarloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora