Siete

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A decir verdad a Nik le importaba muy poco que Harley fuera sorda.

Ya que a pesar de aquella dificultad ambos eran capaces de comunicarse sin problemas tal y cómo cualquier otra intento fallido de pareja, lo único resaltante que debía de hacer, era asegurarse de hablarle a la cara para que fuera capaz de leer sus labios.

Luego de dejarla en su habitación no tuvo más remedio que dirigirse hacia la suya y cuando la abrió se encontró con Jonas durmiendo plácidamente en su cama al tiempo que Marcel fumaba en la terraza.

―Ah, eras tú Nik, ―indicó al verlo.

El tatuado rodó lo ojos y lo fulminó con la mirada.

―Asumo que las cosas fueron bien entre ustedes si es que terminaron en mi cuarto, ¿no? ―preguntó intentando reprimir varias imágenes que se creaban en su cerebro.

Y el hecho de que Jonas estuviera desnudo de la cintura para arriba no ayudaba en lo absoluto.

―Descuida, el niño se quedó dormido antes de poder haber hecho cualquier cosa, ―le respondió dándole una última calada a su cigarrillo. Nik en ese instante se percató del largo tiempo en el cuál no había probado nicotina. Ante tantas preocupaciones, lo había olvidado. Nunca fue un adicto o dependiente, no como su hermano menor. Pero con tan solo verlo, se le antojaba comprarse y terminarse una cajetilla en cuanto pudiera presentarse la oportunidad. ―Tenías razón Nik, cuando te vi, me gustaste casi de inmediato, ―reconoció el joven sorprendiéndolo de pronto. ―Pero no tuve el valor de aceptarlo, ―susurró viéndolo directamente.

―No hay nada de qué avergonzarse, quién no prueba no gana, ―aseguró con ese tono de hermano mayor sabelotodo que desde hace tiempo no usaba.

Pensó inmediatamente en su familia.

En su abuelo.

En su padre.

En su insoportable hermano menor.

Y sobre todo en su madre.

Él sabía que probablemente ella estaría muy decepcionada de ver en lo que se había convertido.

Era un alivio que estuviera muerta.

De lo contrario se suicidaría antes de poder verla a los ojos.

― ¿Tu has intimado con chicos? ―preguntó el pelinegro de mil lunares sin poder creerlo de todo.

Se encontraban en el siglo veintiuno.

Y la aceptación había mejorado increíblemente.

Pero era inevitable que se cuestionara si lo que sentía era correcto, una y otra vez. 

―En una ocasión, ―aceptó el rubio de mirada felina con una sonrisa divertida. Él no se mostraba avergonzado, lo cual solo le dio cierta esperanza al muchacho a su costado. ―Casi puedo escuchar los engranajes de tu cerebro fusionarse, no fue la gran cosa así que no le des vuelo a tu imaginación, ―pidió rodando los ojos. ―Solo fue una sesión muy larga de besos, ahora que lo pienso realmente debí haberle gustado a ese hombre porque me pagó cómo si se tratara de una noche completa, ―agregó sacándolo de su ensoñación.

Y de inmediato se arrepintió de lo que había dicho, Nik a veces olvidaba que no era seguro para él ser amistoso con sus clientes, porque luego se tomaban atribuciones que no les correspondían.

Odiaba admitirlo.

Y se lo negaría a sí mismo todo lo que durará su vida, pero al fin y al cabo, él era un gigoló al cual le pagaban.

No soy un GigolóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora