Las sierras

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Patricia abrió la puerta del dormitorio de Roxana; el ventanal se abría a una intensa sensación de vida; un paisaje pleno de colores pasteles; el marco hacía el recorte de un cuadro realista. Detrás del vidrio, las sierras de Córdoba embellecían el cuarto; se percibió un sentimiento de paz y de armonía, en especial, esa tarde un haz de luz solar iluminaba una madeja de insectos voladores, sus trayectos desordenados alborotaban el equilibrio natural. Sobre la ladera, animales sueltos pastaban a paso lento, parecían inmóviles, salvo si por un rato se los seguía con la mirada. Varios perros ladraban; apenas se los podía oír, se los confundía con el silencio de la tarde. Mordían una pelota o un bollo de tela y se peleaban por retenerlo. En el parque dos personas mantenían un diálogo, incomprensible desde la distancia. De cerca se los oía hablar, a uno a partir de la ilusión de su conciencia; el otro contestaba, instalado en el imaginario de su historia. Un hombre mantenía un soliloquio, digno de representación teatral, con discursos largos y ademanes histriónicos; se movía en dirección opuesta a las personas que dialogaban. Unas nubes se escondían detrás del cerro más cercano; amenazaban oscurecer la escena en la habitación de Roxana y prometían lluvia.
Patricia dejó de mirar a través de la ventana; percibió una intensa sensación de muerte. Roxana tenía la cabeza y el cuerpo sobre el piso; las piernas apoyadas en la cama; no llevaba zapatos y tenía la remera fuera del pantalón. La cara de Roxana mostraba tranquilidad, estado de ánimo que ella había perdido hacía varios años, parecía haberlo recuperado en ese momento. Debajo de su muñeca izquierda, un charco de sangre. Patricia, conmocionada, no lograba reaccionar; era la primera vez que sufría la muerte de alguien tan querido; sintió frío; sus reacciones se lentificaron. No sabía si levantarla, tocarla o salir corriendo. Roxana no pudo tolerar la lucha interna; no quiso seguir escuchando las diferentes voces que discutían en su interior; no soportó el jaque diario de sus fantasías. Roxana había soplado la frágil llama que la mantenía conectada con la vida, la gran triunfadora fue la muerte, único bálsamo que ella encontró para serenarse y dejar de bucear en las tinieblas.
Patricia sintió en su pecho la impotencia de lo irreversible, la imposibilidad de explicar aquello que los teóricos ya habían definido, un profundo pesar en Roxana. Las imágenes se presentaban desordenadas: la tarde del último Día de los Estudiantes, en Palermo, junto a Cristian, César, Claudio, la difícil de Julia, el odiado Maximiliano. El partido de fútbol: Roxana pateaba; el recorrido de la pelota era díscolo; las vacaciones compartidas en Mar del Plata; el primer día que vio a Roxana con la personalidad quebrada, cuando apareció de la mano de la vecina. Patricia se había encargado de explicarle a Roxana que Soledad era su hija. Tuvieron un encuentro, Patricia insistió en que, a pesar de la falta de respuesta, Roxana había incorporado la noticia. Luego Roxana tuvo una nueva remisión de su locura, respuesta incompresible para los de "este lado". Soledad sentía lástima por el alto precio que su madre había pagado por aquella violenta maternidad no deseada, y estaba al tanto de todas las derivaciones posibles. Se conservó serena frente a su madre, nunca la había podido disfrutar como tal. Las lágrimas le brotaban desde el alma y las contenía su trágico destino; luego pudo, por medio de la constancia y la tenacidad, rearmar un vínculo vacío y desarmado que, de todas formas, la tragedia final se encargó de cerrar.
El grito de Patricia se pudo escuchar desde los asientos del parque. Las dos personas que discurrían, de forma independiente, se dieron vuelta por unos segundos; luego continuaron hablando. Patricia corrió hacia la oficina del médico de guardia; él pudo corroborar lo que ella no deseaba: Roxana estaba muerta. Patricia sintió que podía haber evitado ese final; se reprochó hasta que las lágrimas la ahogaron. Miró de nuevo por la ventana: el paisaje, el cuadro realista, había vida, movimiento; adentro, el olor a sangre ya había invadido todo.

Julia dejó a Mili y a Florencia con Nancy, en Buenos Aires y, junto a Soledad, tomaron un avión a Córdoba.
Al llegar, la reacción de Julia fue descontrolada, desmedida para los ojos de Patricia. Desde el arribo se la pasó echándole la culpa a la clínica, por la desatención que había tenido para con su amiga. Soledad, un poco más cauta, lloró casi todo el trayecto dentro del cementerio, abrazada al padre de Claudio, también lloraba, con un motivo más. Don David, cerca de los ochenta y con vigor juvenil, visitaba a Roxana con regularidad, ella representaba la mujer que Claudio había elegido para entregarle su cariño, era parte de su hijo. En el rostro de Cristian se traslucía pesar y dolor, los recuerdos minaban sus sentimientos. Concurrió con su novia, Mariana, socia en el proyecto de las cabañas.
En la misa, dada en la capilla del cementerio, Julia cruzó miradas con la novia de Cristian, su actitud indiferente alimentaba cierta antipatía irracional; Mariana ofrecía chispas de bronca, destellos de odio y truenos de resentimientos.
César llegó tarde, y solo; los demás estaban despidiéndose. Él tenía puesto un sobretodo gris, le llegaba hasta las rodillas; estaba mal peinado, anteojos oscuros ocultaban la falta de sueño. Actuaba con rapidez, se lo notaba ajeno a la situación. César, luego de saludar se subió a la camioneta de Cristian y dijo:
-Te acompaño hasta tu casa. No puedo creer lo que pasó; con una sensación de descreimiento tomé distancia del dolor; pero en el cementerio, una presión en el pecho me invadió y me súper angustié. Vamos a tomar algo, como en las viejas épocas.
-Dale –Cristian puso primera.
Se sentaron en una de las mesas del restaurante que Cristian había construido dentro del complejo turístico. César no conocía el emprendimiento; luego de recorrer el lugar, lo felicitó, sintiéndose orgulloso de su amigo. No imaginaba que luego del final con Julia, él concretaría el proyecto que tanto anhelaba.
Mariana daba vueltas por la cocina; preparó una picada, descorchó una botella de tinto mendocino, les sirvió y comentó las virtudes de ese vino. César miró de reojo la figura de Mariana y le pareció atractiva pero su cabeza estaba ocupada con un conflicto que lo mantenía intranquilo. Los temas de la charla, en un principio, giraban alrededor de las cabañas y de los emprendimientos económicos de la zona.
-Me tiene preocupado la situación económica, estoy metido en varios proyectos y parece que la recesión va a pegar cada vez más fuerte.
Luego de dos vasos del bondadoso mendocino, César le comentó a Cristian:
-Mercedes se fue a hacer un curso a Estados Unidos, más exactamente a una clínica de altos estudios de psicología, en Palo Alto; ¿vos lo conociste al licenciado Armando Werthein?
-Si, por supuesto. Lo conocí en uno de los viajes que hicimos a Boston con Julia, para resolver el tema de la infertilidad, después se solucionó, sin tratamiento alguno, con el milagroso nacimiento de "Mili" y luego de Florencia.
No eran una novedad los viajes de la esposa de César, luego de que renunciara a la dirección del banco, ella comenzó a viajar regularmente a la clínica de su amigo Armando, para realizar cursos de reflexión y de meditación. Lo que sí era una situación diferente es que ella lo había llamado para decirle que por ahora no iba a regresar:
-Me dijo que necesitaba tiempo para reflexionar acerca de su futuro, que la tensión sufrida durante los años en que se había desempeñado al frente al banco, habían desgastado su equilibrio afectivo, que ella necesitaba distancia emocional para poder reencontrarse con su deseo –a César se le humedecieron los ojos- lo que más me dolió fue cuando me dijo que había perdido las ganas de estar juntos y que le parecía que a mí también me pasaba algo parecido. Me sugirió que aprovechara este tiempo para pensar. Mercedes habló con Rodrigo y le contó sobre su nuevo proyecto. Es cierto que la pareja hacía un tiempo que no funcionaba bien y que el vínculo estaba desgastado, pero para nada, esa situación, justifica que Mercedes haya tomado la decisión de no regresar. –César, jugaba nervioso, con un hilo de su camisa- No le comenté nada a mis viejos. No sé como encarar la situación; Cristian, quisiera que me des una mano.
Cristian le dio recomendaciones que no lo tranquilizaron, pero el encuentro lo reconfortó. Le dijo que seguro esa situación se revertiría y que, de vez en cuando, no le venía mal a la pareja tomar distancia, que posiblemente eso le hubiera venido bien al vínculo de él con Julia. Mariana parecía distraída. Parecía. Bebieron, comieron y recordaron viejos tiempos hasta la media noche.

Al regresar a la clínica, después del entierro, Patricia estaba extenuada; entre otras cosas tuvo una nueva discusión con Julia, sobre la actuación de los profesionales de la clínica. Sus pensamientos giraban en torno a los últimos días de Roxana; Patricia sabía que, medicada, resultaba muy difícil que pudiera haber tomado la determinación de quitarse la vida. Fue a la habitación; no podía ver los cerros a través de la ventana, era de noche. Sobre la cama no había sábanas ni colchas, el personal de limpieza ya había hecho su trabajo. Sólo el colchón vacío sobre la cama le dejaba a Patricia la posibilidad de imaginar. Sobre las paredes, Roxana había pegado una foto de Soledad, otra de todo el grupo del colegio, tomada en el patio, y una más chica, con la imagen de su madre, había muerto hacía un año. Debajo del vidrio de la mesita de luz estaba el poema que ella había escrito, el mismo que había estado debajo del vidrio del escritorio de su dormitorio, en Buenos Aires.
Patricia se aferró al colchón en busca del cuerpo inexistente de Roxana y lloró un largo rato, con ella se había ido una parte importante de su vida; pensó en su propio final, ¿cómo será? Puso la mano entre el colchón y la cama y con sus dedos tocó varios elementos pequeños y duros; le llamaron la atención. Levantó el colchón y verificó lo que había imaginado: gran cantidad de pastillas de diferentes colores y formas, la medicación que Roxana tomaba para frenar los pensamientos que le arrebataban la tranquilidad. La había dejado de tomar; eso fue lo que la condujo a la drástica decisión. También debajo del colchón, junto a las pastillas, estaba el osito de tela que le había regalado Claudio aquel día de la primavera, años atrás; el libro de poemas con la dedicatoria que él le había escrito y tanto había emocionado a Roxana, una romántica noche estrellada, recostados en las playas de Miramar, con dos velas, clavadas en la arena, como testigos.
Patricia, angustiada, decidió llamar a la casa de Cristian; necesitaba compartir ese momento con sus amigos. Mariana atendió el teléfono y antes de pasarle la comunicación y anticipándose a algún pedido molesto, le dijo a Cristian:
-Hoy no me quiero quedar sola, estoy cansada de atender a los clientes, quiero que te quedes para darme una mano. Cris, necesito tu ayuda. César, atendé, es Patricia.
César se dirigió solo a la clínica de Patricia, se encontraba a unos metros del restaurante de Cristian, dos perros lo acompañaron.
Apenas llegó, Patricia le mostró la habitación de Roxana, las pastillas y el libro. Se sentaron y lloraron juntos.
César le contó lo que le había pasado con Mercedes. Fue una noche de confesiones y desahogos, ambos la necesitaban.
-Siento que fracasé en la vida; el estudio jurídico depende, pura y exclusivamente, de los clientes que me deriva Mercedes del banco y de los contactos que tiene mi suegro. Todo se lo debo a la familia Anzoátegui. Con la mesa de dinero, más de una familia quedó en la calle. Hice giros bancarios al exterior, a cuentas de Mercedes. Tuve que cambiar el nombre de las propiedades, tengo embargos por todos lados y un pedido de quiebra. –Relajado por el tinto que había compartido con Cristian; César confesó: nunca estuve enamorado de Mercedes, la quiero, pero no es el afecto que siento por Julia; ese sentimiento es muy fuerte, me atormenta todo el tiempo.
-Me dejás helada. ¡Qué sorpresa! –dijo Patricia, y pensó en las veces que había criticado con odio visceral a Julia delante de César.
-Quedé encandilado con el apellido de Mercedes, en realidad ese matrimonio fue una elección de mi vieja. Para serte franco, no estoy seguro de querer recuperar a Mercedes, tengo la sensación de que todo lo que hice durante esos años no tiene sentido, el mundo se me cae a pedazos. Y si hay un motivo por el que quiero que vuelva, es para recuperar el equilibrio. No sé qué hacer con el amor que tengo hacia Julia –dijo César con tristeza y resignación.
Patricia lo escuchaba con atención, estaba apoyada en la ventana, sentía frío, estiró las mangas de su suéter y las apretó con los dedos; encendió un cigarrillo y le confesó:
-Siempre estuve enamorada de Cristian. -César se sorprendió.
-Pensé que a vos, en esa época, te estabas atrás de Maximiliano. Nunca me pasó por la cabeza, esa posibilidad.
-Siempre me pareció un tipo raro, con personalidad fuerte, muy conflictiva. Me producía rechazo.
-¿Por qué no le manifestaste a Cristian alguna señal para que se enterara de lo que sentías?
-Me cansé de mandar señales. En Mar del Plata empezamos una relación muy linda, Cristian siempre estuvo enamorado de Julia. Me podés decir: ¿Qué le ven a esa mina?

Aparecieron los primeros indicios de la mañana, se comenzaban a iluminar las colinas, la bruma se despedía del valle y los perros se disponían a demarcar el territorio; se armaban las primeras madejas de insectos voladores, visibles sólo con los primeros rayos solares. Patricia se sentó junto a César; lo abrazó y así se quedaron un largo rato, en silencio.

Confesiones de claseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora