Miramar (1975)

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En el verano todos coincidieron en Mar del Plata. César y su familia estrenaban una amplia casa, a dos cuadras de Playa Grande; Maximiliano Álvarez iría invitado durante dos semanas. Los padres de Cristian lograron conseguir, en una temporada sensacional, dos habitaciones en un hotel céntrico, cerca de La Perla. A Roxana, un tío le prestó un departamento en la avenida Colón y Buenos Aires, con vista al Casino Central. Roxana invitó a sus amigas, Julia, Sandra, Jimena y Patricia. No fue fácil convencer a la mamá de Julia de que las dejara ir, la señora puso una condición: sólo si los acompañaba una persona mayor, de su confianza y conocimiento. Luego de algunas propuestas, Estela, la mamá de Julia, fue seleccionada para acompañarlas, de esa forma se integró al quinteto. A Julia le disgustó el acuerdo, pero conocía el rígido carácter de su madre, aceptó de mala gana.
La Familia de Claudio habitualmente, veraneaba en Miramar; 1975 no sería una excepción. Don David esperaba todo el año para participar en los torneos de dominó. Raquel, la madre de Claudio, adoraba tomar mate en la playa; jugaba a la canasta con sus amigas.
Claudio viajaría hasta Mar del plata para compartir días de playa con sus compañeros.

El punto de encuentro era Playa Grande, donde los padres de César alquilaban una carpa con guardarropas, sillas playeras y una mesita. Estaban muy bien predispuestos a recibir a todos los amigos de su hijo. Llevaban una heladera de telgopor recubierta con vinílico floreado verde, sándwiches de milanesa, manzanas, bananas, peras y dos termos con jugo. María Victoria, la mamá de César, no escatimaba a la hora del almuerzo. La familia de Cristian se ocupaba de la merienda: chocolatada en botella de vidrio y medialunas; se había convertido en un ritual infaltable.

El primer martes de enero le propusieron a Claudio que se quedara en Miramar, todo el grupo de Mar del Plata se trasladaría allá. Querían conocer esa playa y también aliviar a Claudio de los viajes diarios. La mamá de Julia no iría; el día anterior el sol había hecho estragos en su piel sensible.
En el micro, Maximiliano se sentó junto a Roxana; ella tenía en su mano el osito que Claudio le había regalado en el Rosedal; lo abrazaba como si buscara compañía; ella presintió una situación que prefería evitar; intentó hacer un cambio de asiento. Imposible.       El micro iba completo, hasta había gente sentada en el suelo:
-¿Pensaste en lo que te propuse en Buenos Aires? -dijo Maximiliano.
-¿Sobre qué? –Roxana buscó a Julia con la mirada.
-No me la hagas más difícil; sabés que me gustás; quiero... bueno vos sabés... quiero que nos pongamos de novios.
-Te dije que vos me gustás como amigo, pero no como novio. No lo tengo que pensar. Con vos sólo quiero una amistad, nada más. Sos muy bueno, pero no sé... ¿Entendés como son las cosas? –Roxana, desde su ventana podía ver el mar, ahí sólo veía reflejada la imagen de Claudio.
-Me ponés nervioso con ese osito, ¿no lo podés dejar en el bolso? -Maximiliano se acomodó el pelo; Lo llevás a todas partes, ¿qué le ves de lindo? Es un osito como cualquier otro.
-No, este es el más lindo de todos, me lo regaló Claudio.
Maximiliano se sentía herido con las francas palabras de Roxana; intentaba convencerla; su formación en las artes marciales no incluía una oratoria adecuada para esas situaciones, él no encontraba la expresión que diera el golpe necesario para acertar en el deseado corazón de su compañera. Podía hablar de política largos ratos; discutir de la realidad social, el hambre en el mundo, la injusticia en Latinoamérica, pero no lograba unir dos frases apasionadas que hicieran inclinar el afecto de ella hacia él. Cuando comenzaba a explorar el intrincado laberinto del amor y de la pasión, su vocabulario se restringía y no lograba dar el giro necesario para conquistar el cariño de su compañera de clase. Sus pensamientos se volvieron más tempestuosos llenos de odio, al llegar a Miramar, Claudio y Roxana se encontraron con un apasionado beso; Maximiliano lo ansiaba para sí

          La idea de Cristian para jugar al truco era: parejas de hombres contra mujeres; finalmente, y a propuesta de Patricia, los reyes decidieron azarosamente. Fue una salida beneficiosa para los cuatro. Patricia se reía; no le salía la seña del ancho de basto; la reemplazaba por la del dos. Cristian se ponía nervioso; aseguraba que de esa manera no lograría oficiar de pie. Las intenciones de Patricia no eran sólo vencer a Julia y a César en una mano de truco. El calor incidía en las hormonas; duplicaba el efecto de las glándulas. El resultado no tardaría en llegar.
César sacó sus mejores cartas de seductor. Buscaba a Julia con la mirada, con gestos y con chistes. Cualquier pretexto resultaba válido para sorprenderla con una caricia o un roce. Julia respondía con miradas desafiantes y guiños provocadores. Ella le dibujaba gestos de truco. César replicaba con ojos de retruco. Si él transmitía impulsos de envido, Julia le enviaba otros de real envido. Patricia seguía practicando las señas y Cristian recibía jugadas inexistentes. En vano intentaba enseñarle a jugar, ya habían cambiado el rumbo. Las parejas jugaban dos partidos diferentes y poco importaba el del puntaje.
-Dejamos acá -Julia tiró las cartas sobre la arena-; el viento no nos deja jugar tranquilos.
-¿Vamos a caminar? –propuso Cristian.
Patricia lo tomó de la mano; de inmediato se perdieron entre los jugadores de paleta, los chicos constructores de castillos y las señoras encremadas. Atrás salieron Julia y César.
-Julia, ¿querés tomar algo en el parador? –César sorprendió a su compañera de juego.
-Vamos –Julia se puso una remera, tenía el signo de la paz estampado en batik, en color verde.
César contaba con los consejos de su hermano, Marcelo, y una tendencia seductora innata. En el parador se sentaron en una mesita, frente al mar. César, sin consultarla, le pidió a un mozo, desconfiado, un clericó. Con aires de comisario, él les preguntó:
-Son mayores, ¿no? No queremos problemas con la policía.
A medida que el contenido de la jarra disminuía, las risas aumentaban. César completaba los vasos con la bebida, pasaporte a la distensión emocional. Julia, le tiraba bolitas de papel, hechas de servilletas.
-Julia, me gusta tu sonrisa, sos muy divertida.
-Estoy un poco mareada. Pensé que habías pedido una ensalada de frutas, pero acá le pusieron algo más.
-Bueno, tiene un poco de vino.
-¿Un poco? Me duele la cabeza, quisiera tomar una aspirina, ¿dónde podremos conseguir? ¿Vos tenés?
-Yo no; a lo mejor Claudio –César buscó con la mirada la carpa de la familia Vainstock- ;¿te duele mucho? Estas cosas me ponen nervioso.
-No te preocupes, tontito, con una aspirina me voy a sentir mejor. Vamos a pedirle a la mamá de Claudio; él se fue con Roxana al muelle; se los ve muy ocupados; no sería buena idea molestarlos por una aspirina.
           Se tomaron de la mano y, con sonrisa cómplice, fueron hasta la carpa. La madre de Claudio le indicó a César:
-Las aspirinas están en el botiquín del armario del baño; el departamento está a dos cuadras. El living está un poquito desordenado, y, por favor, no pierdan la llave, es la única que tengo.
-No se preocupe, Raquel; vamos y venimos enseguida. La llave se la cuido yo, en forma personal. Cuidando llaves, soy muy bueno.
-Sí, me imagino, dale César, no te hagas el vivo; te conozco hace muchos años –Raquel miró por encima de los lentes y cerró la Siete Días-, están todos a mi cargo, portate bien.

Confesiones de claseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora