Un pequeño coche rojo avanzaba cauteloso entre la nieve. La carretera de montaña serpenteaba entre varios picos de un blanco inmaculado, y la sinuosidad de la misma hacía que las ruedas llenas de cadenas dieran frenazos y cambiaran constantemente de dirección.
A pesar del estruendo del río, que rugía un par de cientos de metros por debajo, el conductor estaba relajado. Pegaba el coche lo más posible a la pared de roca situada a la derecha del coche, y trataba de no pensar en la falta de barreras que separaban al vehículo de una muerte segura, doscientos metros por debajo y solo 50 centímetros a la izquierda. Las dos ocupantes restantes del coche permanecían en un silencio tenso, solo interrumpido ocasionalmente por algún bostezo de la niña del asiento de atrás. Nos habíamos divertido mucho en Ginebra, pero tocaba volver a Madrid.
Siendo exactos, bostecé 13 veces durante ese viaje en coche antes de pedirle a mi madre que encendiera la radio. Ella accedió gustosamente, aliviada de poder concentrarse en algo que no fuera la tormenta de nieve que se desataba en el exterior. Cuando empezó a sonar "Get Lucky" de Daft Punk, me espabilé e incorporé. Había pasado todo el trayecto semidormida en los dos asientos traseros, sin abrocharme el cinturón de seguridad, y ahora tenía la cabeza embotada. Pensé en beber un poco de agua, así que me agaché para coger la botella de la balda de debajo de la ventanilla.
Al acercar la cara al cristal, me sorprendió la ferocidad de la tormenta. Al partir de la ciudad donde habíamos pasado la noche, la nieve se posaba delicadamente sobre la luna delantera del coche, y el parabrisas, diligente, apartaba los copos conforme iban cayendo. Ahora, miles de cristales de hielo aporreaban la ventanilla, en un furioso que los dejaba pegados al cristal.
Intranquila, mi yo de 7 años se enderezó y dirigió la vista al frente. En un instante, la nevada se había convertido en un verdadero infierno blanco. El viento aullaba, inclemente, y los cristales de hielo comenzaron a mutar en granizo. A cada segundo que pasaba el panorama empeoraba, hasta el punto de que fue imposible ver nada, y mi padre se vio obligado a parar el coche. Dadas las circunstancias no podía hacer nada más.
Aterrados (mis progenitores trataban de aparentar valentía, pero sus respiraciones agitadas delataban su temor), los tres cruzamos los dedos y esperamos a que la tormenta amainara. Milagrosamente, el temporal se fue como vino, y 20 minutos después reemprendíamos la marcha, tremendamente aliviados. Apagamos la radio.
La carrocería no había sufrido daños importantes más allá de un par de abolladuras, pero la verdad es que el granizo había dejado una pequeña grieta en la luna del coche, justo en el centro.
Me disponía a atarme el cinturón cuando el coche se detuvo bruscamente. Me di de cara contra la almohadilla del asiento de mi madre, y exclamé un pequeño "¡Ay!" antes de quedarme sin aliento.
En medio de la carretera, arrodillado y llevándose las manos a la cabeza, se retorcía un chico joven, de unos 15 años.
Iba de punta en blanco, literalmente. Su pelo era blanco como la nieve, y su piel prácticamente brillaba. En realidad, todo él brillaba. Lo más aterrador eran sus ojos azules, que refulgían como topacios en medio de su cara, congestionada por el dolor. "Anda, un albino.", fue lo primero en lo que conseguí pensar. En realidad, no era albino, ya que sus cejas eran marrones, pero en ese momento me encontraba hipnotizada por el fulgor desprendido por su piel. En serio, ese tipo brillaba como si le hubieran dado cera. En cuanto a la ropa... bueno, parecía salido de un manicomio. Llevaba una especie de pijama blanco, con una camisa ancha y unos pantalones de tela gruesa, con pinta de ser ásperos.
Todo en él resultaba extraño, y lo peor de todo es que se revolvía en el suelo, gritando como si estuviera agonizando.
No estoy orgullosa de mi reacción, pero me dieron ganas de atropellarlo. Ese tío raro era un mutante, sin duda. Había oído hablar de ellos ( y no en términos honrosos, precisamente) y mi primer instinto fue alejarme de la fuente de conflicto. Como eso no era posible (me encontraba enlatada y para más inri con mis padres, a los que no podía abandonar), lo siguiente de la lista era eliminar la amenaza. Como probablemente sabréis, se dice que el gobierno esconde a los anormales en complejos residenciales, situados en localizaciones remotas y de difícil acceso. Algo así como el Área 51. Bien, pues este se acababa de escapar del manicomio.
Mientras el monstruo de ojos azules comenzaba a incorporarse (los espasmos habían remitido), mi padre miró a mi madre, boquiabierto. Su ancha mandíbula, que combinaba a la perfección con su cara cuadrada, se hallaba desencajada. Su pelo cortado al estilo militar, muy corto, más de punta que habitualmente.
Mi madre, todo manta azul y pelo ondulado, le apoyó una huesuda mano en la pierna, y se giró hacia mí para tranquilizarme.
Por mi parte, yo grité. Muy fuerte. El joven se había dado cuenta de nuestra presencia, y avanzaba hacia nosotros lentamente. Descalzo, constaté en ese momento, debía de tener mucho frío. Mi padre también se giró para ver qué me ocurría, y yo señalé por encima de su hombro izquierdo con mi dedo índice.
De repente mis sentidos se agudizaron, y escuché claramente las pisadas del adolescente en la nieve. Con paso seguro, se acercó a nosotros. Su respiración era constante, relajada, y en su cara no había rastro del dolor sufrido hacía un par de minutos. La nieve comenzó a caer de nuevo, y yo creí que las ráfagas de viento se acompasaban con la respiración del chico. Cada vez que este inspiraba, el viento y la nieve parecían cesar su actividad, contenerla, y cuando espiraba, se desataban suavemente, como si nada los retuviera.
Extraños pensamientos para una niña que iba a morir.
Los "otros", como mi profesor privado de biología los llamaba, era violentos. Todo el mundo sabía que su carácter irascible les hacía imposible la supervivencia en una sociedad pacífica como la nuestra , y que algunos desarrollaban un gusto especial por la sangre humana*¡Ja, pacífica dicen!*
Se suponía que eran bestias salvajes, que sus habilidades extraordinarias las compensaban con su falta de racionalidad, pero este individuo parecía bastante calmado. Su autocontrol era digno de admiración.
Mi padre se giró, y cuadró los hombros al instante. Mi madre también lo hizo, y sus delicados rasgos de modelo (sí, mi madre era modelo) se contrajeron en una mueca de desagrado. Sus labios se fruncieron y las cejas bajaron. Mi padre, siempre valiente, se preparó para el combate. Como buen ex-militar, su mirada se dirigió rápidamente a la guantera, donde tenía guardada una pistola de un modelo cuyo nombre no puedo recordar. Lo que pasó a continuación cambió totalmente la concepción que tenía de los mutantes. No para siempre, pero sí el tiempo suficiente para que me diera cuenta de que quizá y solo quizá estos no fueran los monstruos que todos creían (o parecían creer).
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Mar acerado
Science FictionMuchos dicen que los mutantes somos monstruos incapaces de amar o de controlar nuestros instintos asesinos. Semejantes a los humanos por fuera pero bestias sin raciocinio por dentro, cada uno tenemos nuestras propias habilidades y puntos débiles. Qu...