Nívea pérdida

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Cuando el extraño chico alcanzó la ventanilla de mi madre, esta hizo algo sorprendente: la bajó y se quitó la manta. Acto seguido, sacó el brazo por la ventanilla y se la ofreció con un gesto.

El extraño frunció sus delicadas cejas y acercó la mano a la lana azul, cauteloso. Hundió uno de sus puntiagudos dedos en ella, para comprobar su esponjosidad, y las comisuras de sus labios comenzaron a elevarse.

Mi madre había conseguido establecer contacto con un anormal, y yo estaba increíblemente impresionada. Mi padre también, al parecer, y no movió un solo músculo mientras su mujer extendía su delgado ( y bronceado) brazo y encendía la radio. "Instant Crush" comenzó a sonar. Ahora tanto mi madre como el falso albino sonreían, y sé a ciencia cierta que su sonrisa era verdadera. Nuestro extraño amigo se envolvió en la manta, y metió la cabeza en el coche. Su abundante pelo lleno de nieve me pareció muy original, y el ambiente se relajó totalmente.

Él clavó su mirada en mí, y mi corazón pareció pararse. Sus ojos escrutaron mi cara, y yo me quedé perdida en los suyos. No tenía esclerótica, sino que el iris ocupaba toda la cuenca ocular excepto un pequeño punto negro que supuse que sera la pupila. Varias líneas de azul más claro, casi eléctrico, veteaban el azul más opaco, y yo grabé mentalmente su cara en mi memoria. Solo por si acaso.

Después de un largo instante, sacó todas sus extremidades del coche, y se dio la vuelta, dispuesto a reemprender la marcha.

En ese momento, mi padre cometió un error fatal: le disparó a la nuca.

Con la mano derecha pegó a mi madre a su asiento, y despejó la línea de tiro, y con la otra (era zurdo como yo) disparó. El ruido fue terrible.

Aunque la cabeza de su objetivo se encontraba a menos de dos metros, el mutante salió completamente ileso. Pude ver, a cámara lenta, cómo la bala salía de la boca de la pistola, y cómo el casquillo de la misma quemaba la tapicería del asiento de mi izquierda. Dicha bala prosiguió su trayectoria, y al llegar a la nuca del mutante, rebotó.

La bala rebotó contra el pelo del muchacho, convirtiendo el acto de mi padre en algo totalmente infructuoso (aparte de patéticamente heroico).

En su defensa hay que decir que el pelo se había convertido en una bola de pinchos de hielo, totalmente translúcidos. Nadie se habría esperado algo así. Como carámbanos, nacían directamente en su cuero cabelludo, y detuvieron sin problemas la bala.

Estábamos condenados, pero había de admitir que su pelo era algo totalmente alucinante.

El olor a pólvora aún flotaba en el aire cuando caímos al río. Él ni siquiera se giró, se limitó a mover su mano en el aire como quien espanta una mosca. Al instante, una fuerte ráfaga de aire empujó nuestro coche hacia el barranco.

Dando dos vueltas de campana y media, comenzamos un descenso vertiginoso hacia las aguas revueltas.

¿Había dicho que estábamos a 200 metro y pico no? Para los ocupantes de un vehículo, eso implica una muerte instantánea al cabo de más o menos 6 segundos y medio.

Mis padres comenzaron a chillar de puro miedo, mientras yo, que aún no me había atado el cinturón, rebotaba de un lado a otro del coche, partiéndome dos costillas y amoratándome todo el cuerpo. A mitad de la caída, más o menos, el tiempo volvió a ralentizarse para mí. Ví la cara de mi padre, que estaba rezando (ojos cerrados y los labios apretados) al mismo tiempo que se agarraba a mi madre. Después, reboté contra la ventanilla de mi derecha y contemplé a mi madre, que seguía gritando.

Vi la grieta de la luna delantera del coche, apenas una telaraña en el centro exacto del cristal, y mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente decidiera que lanzarse de cabeza contra ella era una mala idea.

De alguna manera conseguí apoyar los pies en los asientos traseros y las manos en los delanteros. Acto seguido, me impulsé hacia delante, golpeando el cristal en el punto exacto de la grieta. Fue extremadamente doloroso y perdí el sentido después del golpe. Así, solo puedo contar lo que seguro que ocurrió, aunque no pudiera verlo con mis propios ojos.

El coche siguió cayendo, y terminó su recorrido doblándose como si fuera una lata de refresco aplastada contra el suelo con el pie. Al caer desde tanta altura, mis padres fallecieron en el acto. Yo también debería haberlo hecho, pero de milagro parece ser que caí perfectamente vertical, como un saltador de trampolín.

Aún así, tuve suerte de que el río fuera tan profundo y no haberme quedado tetrapléjica.

Después de eso... me desperté tumbada en el fondo del río, desorientada y sin saber cómo había llegado ahí. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado sumergida, pero me daba igual. Seguro que no me iba a dar tiempo a emerger antes de quedarme sin aire. De hecho, me sorprendía no haber soltado todo el que me quedaba en los pulmones al perder la consciencia.

Así las cosas, me aparté las algas de la cara y me incorporé en el fango. Me puse de pie y después me senté, totalmente calmada. Arriba, las luces jugaban en el agua, refractadas en ángulos extraños. Al menos iba a morir en un sitio precioso.

Podía ver las corrientes superficiales que discurrían por encima de mi cabeza, como arroyos submarinos. De repente, algo me llamó la atención. Un objeto brillante se acercaba a mí, cayendo más o menos rápidamente desde arriba. Lentamente, alargué el brazo y lo cacé al vuelo (a lo mejor debería decir "al nado"). Era un colgante precioso, pequeño y de un material que parecía acero. Al principio creí que representaba una ola, pero después lo giré y me di cuenta de que era una "S" muy estilizada. Era delgada pero tenía mucho volumen, y pesaba bastante, sobre todo porque podía sentirlo en la palma de la mano a pesar de estar bajo el agua. Como no tenía nada mejor que hacer, me pasé la cadena de eslabones metálicos alrededor del cuello y esperé mi muerte.

Después de tres minutos aguantando la respiración, me preparé para inhalar una gran bocanada de agua y ahogarme. Dejé la mente en blanco e inspiré con fuerza.

El dolor en mi pecho me hizo retorcerme en el fango y cerrar los ojos. Me arañé el pecho inútilmente, y durante un par de segundos deseé morir. Fue como si en vez de agua la lava hubiera inundado mi cavidad torácica.

Finalmente, el dolor remitió, lo que me dejó atontada en el fondo de un río, 16 metros por debajo de la superficie y respirando agua.

Mar aceradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora