Un suspiro dulce llenó la pequeña estancia. De paredes blancas y techo bajo, era completamente rectangular. Contaba con dos catres, uno al lado de cada pared lateral, y al fondo había un escritorio de madera con un viejo portátil sin conexión a Internet. El ordenador, de color azul, le daba la única nota de color a la habitación, por lo demás muy austera.
Una chica espigada y de largo cabello negro estaba sentada en la silla, estirándose a la vez que soltaba un gran bostezo.
—¡Que se te va a salir el alma!— exclamó su compañera de celda, levantándose de su cama de un salto y acercándose a la escritora.
Al oír eso, Sea se giró riendo, y sus ojos destellaron mientras observaba a Acier, que se tocaba con gesto dolorido el brazo derecho.
—¿Alma? ¿Qué es eso? ¿Se come? Porque si se come quiero probarla. Tengo un hambre... Además, yo creo que es peor que se te metan moscas por la boca que que se te salga el alma. El alma vuelve a entrar, pero las moscas no salen. —Acompañó estas últimas palabras sacando la lengua y poniendo cara de asco supremo.
Acier puso los ojos en blanco mientras ocupaba el sitio de Sea y leía lo que su compañera había escrito. Un silencio cómodo se instaló entre ellas dos, y Sea aprovechó para contemplar a su amiga.
Medianamente alta, con el pelo negro como ella y unos ojos rápidos y grises, de espaldas podrían haberlas confundido fácilmente. Ahora, en cuanto se daban la vuelta quedaba claro que aquellas dos no tenían nada en común, excepto el ser claramente excepcionales. Y la ropa, por supuesto. El uniforme de preso, compuesto por una cómoda camiseta blanca y unos pantalones grises, todo 100% algodón.
Sea poseía una adorable cara redondeada, unos miembros finos y delicados y una constante expresión de somnolencia en el rostro. Esta, no obstante, variaba con una asombrosa facilidad, y podía reflejar perfectamente una amplia gama de sentimientos (sorpresa, dolor, ira, desprecio...) en rápida sucesión o incluso al mismo tiempo.
Sus ojos eran negros como el azabache, y relucían como obsidianas cuando se emocionaba o lloraba. De noche, su ojo derecho emitía un ligero resplandor rojizo. Era alta y estaba excesivamente delgada, hasta el punto de que la camiseta le quedaba algo
Acier, por el contrario, era extremadamente atlética. Contaba con unos abdominales que de los que cualquier rata de gimnasio estaría orgulloso, y se notaba que a pesar de estar delgada, se alimentaba mejor que su esquelética compañera de celda. Su cara estaba hecha para fruncir el ceño, y tenía los rasgos angulosos, con pómulos marcados. Su expresión, además, apenas variaba. Se mantenía casi siempre imperturbable y en contadas ocasiones le dedicaba una sonrisa a Sea. Ambas reían mucho, eso sí, a menudo con sus propios chistes o de su penosa situación.
Cuando Acier terminó de leer, se levantó y se sentó al lado de Sea, de nuevo tocándose el hombro.
—¿Por qué lo dejas aquí? ¿Demasiada tristeza para tu débil corazón?—El tono era burlón, pero sus ojos reflejaban preocupación. Al ver que no obtenía respuesta, Acier continuó— Si quieres sigo yo, y saltamos a la parte en la que nos conocemos. Más animada y tal...
—Ni hablar, esto quiero contarlo yo. — Sea finalmente reaccionó, y sonrió levemente — Para una parte en la que soy la protagonista, no me la voy a saltar.
Acier asintió con la cabeza, y el silencio retornó. Al cabo de un par de minutos, Sea se hartó de ver a Acier masajeándose constantemente el hombro, y se puso enfrente suyo. Con unos ojos grises clavados en la frente, le apartó la mano y puso la suya propia en el hombro aquejado del tirón. A continuación cerró los ojos con fuerza, concentrándose, y al medio minuto más o menos se volvió a sentar en su propia cama, enfrente de Acier.
—No tenías por qué hacerlo, ¿sabes?— la interrogó Acier, que había dejado su hombro en paz.
—Lo sé, me ponías nerviosa. Prefiero sufrirlo yo que verte cada cinco segundos masajeándotelo. Además, sabes que estoy acostumbrada a lidiar con heridas leves y graves. Cosas del bullying.
—No puedes ir por la vida transfiriéndote las heridas de todo el que te ponga nervioso. — Después Acier sonrió — Aun así, gracias.
Sea sonrió a su vez. Para ella esa sonrisa compensaba todos los tirones del mundo. Después puso cara de preocupación y dijo:
— No sé cómo continuar. Quiero decir, me apetece contarlo, pero entre que no me acuerdo bien y que es una parte bastante poco interesante, temo que se aburran.
—Tengo dos propuestas: —Acier levantó dos dedos en una V delante de la cara de Sea, que primero bizqueó y después alejó la cabeza para verlos mejor— primero, avísales al principio, y segundo, no te preocupes más y sigue escribiendo. Te garantizo que con tu salero no hay relato aburrido. — Acier se lo pensó un poco más y levantó otro dedo más — Piensa que nadie está obligado a leer esto, y que los que hayan llegado hasta aquí probablemente puedan soportar un trozo menos trepidante. Aun así, tú usa tu encanto personal: les gustará seguro.
Sea suspiró y bajó la mirada:
—Eso espero. Me voy a consultarlo con la almohada y después sigo.
—Como quieras, yo aprovecharé para escribir el capítulo en el que hago mi entrada triunfal. Y no me mires así, que hay que aprovechar. Ya sé que no es el proceso habitual de escritura, pero duérmete ya y calla un rato.
Así zanjó Acier la discusión, antes de que la misma hubiera siquiera comenzado.
Sea apoyó la cabeza en la almohada y se durmió plácidamente, no sin antes haber comprobado que estaba en una posición a prueba de tirones nocturnos.
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Mar acerado
Science FictionMuchos dicen que los mutantes somos monstruos incapaces de amar o de controlar nuestros instintos asesinos. Semejantes a los humanos por fuera pero bestias sin raciocinio por dentro, cada uno tenemos nuestras propias habilidades y puntos débiles. Qu...