6- Una mujer valiente

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Dado que vivíamos en una aldea a cinco kilómetros del pueblo, comprenderás que el hecho de empezar a estudiar en casa me fuera aislando poco a poco de la mayoría de mis conocidos y antiguos compañeros de clase. Ninguno de ellos vivía cerca. A nuestro alrededor solo veíamos gente mayor que cuidaban de los campos y más campos de tabaco, pimientos e higueras.

Trataba de remediar la soledad dando largos paseos en bici para al menos visitar y seguir cuidando la relación con mis amigos más cercanos. Suponía una vía de escape de la situación agobiante que vivíamos en casa. Allí se había llegado a una especie de tregua temporal. Mi madre se había mudado a mi antigua habitación y yo pasé a compartir la de Timoteo e Ismael, los dos hermanos mayores después de mí. Natanael se quedó con todo el fondo de la casa. Solo salía a la hora de comer, el resto del tiempo se encerraba con llave.

Un año después de que mi madre dejara el «Culto», mi padrastro heredó un piso en Madrid debido a la muerte de su padre. Con el dinero obtenido de la venta se compró una finca cercana. Empezó a construir un caserón enorme con piscina, varias salas grandes, cuartos de baño y decenas de habitaciones. Si quieres saber cómo llegó a esa idea, he de decirte que todo fue culpa de su maestro. Nada más enterarse de la herencia le encargó que construyera un lugar que sirviera como centro de reunión del «Culto» en la zona. Según él, una vez que estuviera terminado, todos nos mudaríamos allí. Y en la mente de Natanael no cabía la posibilidad de que el maestro se equivocara.

A veces tengo la sensación de que mi padrastro creía que así reconquistaría a mi madre. Dándole ese espacio propio que ella anhelaba para realizar su sueño que consistía en plantar un huerto y un bosque de frutales, un vergel en la tierra. Quizá a su manera Natanael solo intentaba lograr lo que él creía mejor para todos, salvar la situación.

No comprendía a mi madre. Siempre fue una mujer a la que los lujos no le importan un pimiento. Lo último que quería era verse encerrada en un sitio rodeada de gente del «Culto». Se notaba que estaba harta. Trataba de buscar una alternativa a toda costa, lo cual parecía complicado por los pocos recursos de los que disponía.

Los hechos se precipitaron un día de mayo. Yo estaba regresando de jugar al fútbol en la finca de unos amigos que vivían a un par de kilómetros de nuestra casa. Agradecía esos momentos, se habían convertido en un intento de mantener algún contacto con el exterior.

Se estaba haciendo de noche. Había perdido la noción del tiempo jugando y traté de atajar camino cruzando entre prados, campos de cultivo y secaderos de tabaco silenciosos a estas horas. Quería intentar llegar a casa al menos antes de que oscureciera del todo.

Por fin llegué a nuestro porche y me desaté los zapatos. Abrí la puerta y me encontré frente a frente con Natanael. Me miraba con ojillos encogidos y enrojecidos. Sus labios formaban una raya tensa y amenazante.

—¿Qué horas son estas de llegar jovencito? ¡A ver si te vas a creer que podéis hacer lo que os da la gana! —me espetó. Un par de gotas de saliva me salpicaron, me las limpié con el dorso de la mano. Descubrí al resto de mi familia alrededor de la mesa de la cocina situada en la entrada de nuestra casa. Contemplaban la escena con los ojos abiertos de par en par.

—Lo siento, no me di cuenta de la hora —contesté congelado en el sitio sin soltar el mango de la puerta—. Tampoco es para tanto, ¡relájate tío!

Igual no le tendría que haber contestado lo último. Se puso rojo como un tomate y las venas de su cuello se volvieron dos serpientes púrpuras que amenazaban con estallar en cualquier instante. Lo próximo que sentí fue el impacto de su puño en mi mejilla.

—¿Quién te crees que eres? ¡Niñato! ¿Eh? ¡Si yo le hubiera respondido así a mi padre ni te imaginas la paliza que me hubiera dado! Tienes suerte de que yo no soy así.

—¡Déjale en paz! —chilló mi madre—. Esta no es manera de tratar de educar a nadie.

—¡Tú no te metas! ¡No puede haber dos gallos en un corral! —exclamó Natanael. Sus ojos bailaban en sus órbitas. Dio un paso atrás sin mirar y chocó con nuestra estufa de hierro fundido. Un par de aspavientos le salvaron de caerse, pareció calmarse un poco. Empezó a retirarse al fondo de la casa mascullando bajito para sí mismo.

Entré en casa para dirigirme a mi habitación y pasar desapercibido, pero se me empezaron a escapar las primeras lágrimas.

—¡Natanael, mira lo que has hecho! ¿Estás loco o qué? —gritó mi madre. Me sorprendió mucho, rara vez la había visto levantar el tono.

—¡Cállate bruja! ¡Te has cargado esta familia con tus locuras! —contestó él desde la puerta de su habitación.

—Anda, ¡cállate tú y piensa un poco antes de dormir! —respondió mi madre. Cogió una de las revistas del «Culto» que tenía a su lado, quizá fue lo primero que encontró a mano, y se la lanzó—. ¡Y llévate tus mierdas de panfletos!

Horrorizado contemplé como la revista describía una parábola perfecta en el aire hasta impactar de lleno en la nuca de Natanael. Este se giró como si le hubiera picado una avispa, la poca calma que parecía haber recuperado se esfumó de un plumazo. La furia y el odio brillaban en sus ojos.

—¡Os voy a enseñar a respetarme! —gritó. Volvió por el pasillo a marchas forzadas. Los pequeños chillaron y salieron como pollitos desbandados a esconderse.

El pánico se apoderó de mí. El mundo se movía a cámara lenta a mi alrededor, como en un sueño. Desperté cuando Natanael quiso pasar por mi lado y mis manos se envolvieron alrededor de su antebrazo izquierdo como si tuvieran vida propia. Dos tenazas frías agarrando el hierro caliente. Intentó revolverse y casi me tumbó. Mi hombro impactó contra la fría pared encalada incitándome a soltar mi agarre, pero mi madre y Timoteo reaccionaron a tiempo y lo cogieron por el otro lado. Es un hombre menudo y tanto yo a mis quince años, como mi hermano a sus trece, estábamos bastante fuertes para nuestra edad debido a todo el ejercicio físico que practicábamos. Ignoramos sus insultos. Mis dedos resbalaban sobre el rancio sudor que cubría su piel. Apreté con más fuerza aún, no logró soltarse. Estuvimos unos segundos parados allí empujando en diferentes direcciones como luchadores de sumo.

Natanael fue el primero en perder pie y entre los tres poco a poco fuimos arrastrándolo por el pasillo hasta su habitación y cerramos la puerta tras él con llave. Estábamos seguros, en las ventanas del dormitorio que en su día compartían nuestros padres había rejas de hierro oxidadas. Recuerdos de un tiempo en el que allí solo venían a dormir los fines de semana y abundaban los amigos de lo ajeno por la zona.

Por muchos golpes que diera durante la noche, por la mañana nos habíamos marchado.

Una amiga de mi madre, Ana, que se había separado unas semanas antes de su propio marido, tenía un proyecto en mente que consistía en construir una especie de refugio temporal para mujeres que pasaban por situaciones parecidas. Nos ofreció acampar en su finca mientras terminaba de organizarlo todo. Estábamos a finales de primavera y empezaba a hacer buen tiempo. Comprenderás que nos pareciera una alternativa mucho mejor que quedarse en casa.

Al día siguiente mi madre pidió prestado un móvil. Resultaba extraño verlo entre sus manos. Lo sujetaba con dos dedos como si fuera un bicho y lo mantenía a un palmo de su oreja. Llamó al mejor amigo de Natanael que también era miembro del «Culto». Le explicó lo que había pasado y le pidió que fuera a dejar salir a mi padrastro.

No sé qué le dijo su amigo, pero creo que Natanael debió pasar bastante vergüenza cuando este fue a sacarlo. Si hay algo que no quieren los del «Culto» es llamar demasiado la atención con hechos que otra gente podría criticar, a pesar de que me consta que en la intimidad los cometen con frecuencia.

A los pocos días mi padrastro apareció en la finca en la que estábamos acompañado de su amigo. Se disculpó y ofreció su ayuda con el resto de nuestra mudanza.

Se veía callado, dócil, no se atrevía a mirarnos a ninguno a los ojos. Acordó con mi madre pasarle una cierta cantidad de dinero cada mes para ayudar con la manutención de nosotros, sus hijos. Después se marchó enseguida farfullando algo incomprensible en voz baja. No volvimos a saber de él durante algunas semanas.

No tenía ni idea de qué rumbo tomaría nuestro destino, pero habíamos logrado lo más importante: éramos libres. La pesadilla había terminado, o al menos eso creíamos.

Un viajero erranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora