Las ciudades grandes suelen ejercer un efecto extraño sobre los jóvenes que se han criado en el campo. Lo que sueles sentir la primera vez que te acercas a una es rechazo. Ruidos, coches que pitan, voces, miles de voces. El aire parpadea del ozono que pende en su seno. Apesta a tubos de escape y a meados de gato. Tampoco nadie parece darse cuenta de la densa nube negra, que tú ya viste kilómetros antes de llegar, y que se cierne amenazadora sobre la marea de personas que corren en todas direcciones de forma frenética, o que se pasan horas sentadas en el coche y atrapadas dentro de un atasco sin saludar a nadie.
Aún estás a tiempo de huir, pero tienes que darte prisa. Si te pasas demasiado tiempo dudando, tu juicio empieza a nublarse y el vórtice te agarra. Dejas de ser consciente de todo aquello que antes criticabas y mutas hasta ser uno más de la manada. Y una vez que hemos cogido el gusto a las comodidades de la ciudad, estamos atrapados. Poco a poco te olvidas de que alguna vez hubo algo más allá. Y cuando te quieres dar cuenta e intentas huir, la ciudad ya no te suelta. Ni siquiera existe ya ese hogar idílico que recuerdas de tu infancia. Hace tiempo que solo quedan ruinas cubiertas por las zarzas.
Curiosamente, cuando viajas en autostop, las ciudades grandes parecen ejercer un efecto parecido. Es muy fácil entrar, aquel monstruo extiende sus tentáculos hacia todas las direcciones. A veces toman forma de una joven secretaria que vive en las afueras y va a trabajar. Otras veces es un padre de familia que sale del pueblo y va a hacer la compra. Otras, un transportista que lleva una carga de flores o sandías. El aspecto de los anzuelos es muy variado, pero todos tienen algo en común. Te agarran, te sueltan en el centro del jaleo y desaparecen. Al principio te alegras, porque crees que has avanzado un montón en la dirección que te interesaba. Luego te das cuenta de que no es tan fácil seguir.
Has caído en la trampa. Miles de coches circulan a tu alrededor. Imposible saber si alguien irá en la dirección que te interesa. El final de la ciudad está lejos, a kilómetros de distancia. Y una vez que llegas a la salida te das cuenta de que apenas hay sitios adecuados para sacar el dedo. Todo son autovías o pistas por las que no te está permitido seguir avanzando. Pronto te das cuenta de que, a pesar de que siguen pasando miles de coches a tu alrededor, no para nadie. Como mucho te miran con miedo y luego pisan el acelerador estresados o te regalan un pitido furioso. No vaya a ser que se te ocurra saltarles encima.
Algo parecido me había pasado a mí. Después de dormir a las afueras de mi pueblo bajo unas higueras, había avanzado en un instante casi sin darme cuenta, gracias a unos agricultores que madrugaban y un empleado de una empresa de repartos. Los recuerdos, de todo lo que había pasado el día anterior con Noah y con Kyra me perseguían, pero yo era más rápido que ellos. Antes de las once de la mañana ya estaba en Madrid y comencé a caminar hacia las afueras. A la una y media me di cuenta de que no tenía sentido seguir a pie y cogí el metro. Era barato, tarifa única. Solo valía un euro ir a cualquier estación de la ciudad, a menos que fueras al aeropuerto.
Después de mucho consultar el plano del subterráneo y compararlo con un pequeño mapa de España que cargaba en la mochila, elegí la parada que me dejaba más cerca de la A2, con dirección a Barcelona.
Durante horas caminé a lo largo de los diferentes caminos de servicio de la autovía sin que nadie parara. Al final ya me conformaba solo con salir de allí, me daba igual hacia dónde, pero tampoco tuve suerte.
Resignado regresé y me dirigí hacia la estación de cercanías más próxima. Igual era algo en lo que debería haber pensado desde el principio.
El destino más lejano hacia el que circulaban los trenes desde allí era Guadalajara. Según mi mapa era una pequeña ciudad situada a unos cincuenta kilómetros. Rodeada de campo y carreteras nacionales. Parecía prometedor. Compré un billete y me dirigí al andén. No había casi nadie. Solo un par de jóvenes fibrosos de piel oscura, vestidos con cazadora, gorra de béisbol y gafas de sol, y que apenas levantaron la mirada de sus móviles cuando pasé junto a ellos. ¿Los había visto antes? No, seguro que no. Un letrero luminoso anunciaba que faltaban siete minutos para que llegara el tren. Me senté a esperar y les di la espalda a los chicos. Por el rabillo del ojo vi como desaparecieron en el cuarto de baño.
Cinco minutos. Tamborileaba con mis dedos sobre el metal del banco. Pensé en Noah, Kyra y en mi madre. Debería haberme despedido de mi madre antes de salir. ¡Mierda!
Tres minutos. Se escucharon pasos y una sombra apareció a mis espaldas, la gente iba llegando. No, no era la gente.
Alguien me agarró por detrás y sentí algo frío y afilado rascándome la garganta.
—Ni se te ocurra moverte —me susurró uno de los chicos que hasta hace unos segundos había estado escondido en los servicios. No hubiera podido moverme ni queriendo, me había convertido en una estatua esculpida en piedra.
Sentí como una mano se metía en mi bolsillo y sacaba la bolsita de tela donde guardaba mis billetes.
—Vaya, no está mal —se escuchó la voz del otro chico.
—¿Qué tienes en la mochila? —preguntó el primero. Fui incapaz de responder nada —Mira a ver, Negro, que a este guiri el gato se le comió la lengua. —Sentí como me arrancaban las asas de mi mochila de debajo de un fuerte tirón. —¡Con cuidado, idiota! Que no se te vea la cara en la cámara.
El tal Negro abrió mi mochila y comenzó a sacar metros y metros de mi tela azul sin llegar al final de la misma. A lo lejos apareció la silueta del tren que se precipitaba hacia nosotros como una serpiente furiosa.
—¿Qué coño es esta mierda?
—Ni idea, larguémonos.
Lo último que vi fue como el segundo chico echó mi mochila por encima de la valla que separaba la estación de una franja de césped seco que daba a la carretera circundante. No llegó a caer hasta el suelo, puesto que mi tela de circo se quedó enganchada entre los barrotes y la sujetaba. Sentí un golpe que me barrió ambas piernas y acabé rodando por el suelo.
Cuando me incorporé vi a dos siluetas desapareciendo en el edificio de la estación.
—¡Hey! —Mi grito quedó ahogado entre el chirrido de las ruedas del tren que se estaba deteniendo a mi lado. Tuve un impulso de salir corriendo tras los ladrones, pero me di cuenta de que la gente a mis espaldas se fijaba en mi mochila y en esa cosa rara que se agitaba con la brisa entre los barrotes de la valla. Algo brillaba entre la suciedad del suelo, entre decenas de zapatos que pisaban por doquier. ¡Mi billete de tren! Me abalancé sobre él como un rayo.
La gente comenzó a dispersarse. Escuché como la locomotora a mi derecha volvía a ponerse en marcha. Recogí todas mis pertenencias como un autómata, con la mente nublada. Un año practicando aikido, y a la hora de la verdad me había congelado el miedo y había sido incapaz de mover un solo dedo.
Me volví a sentar esperando el próximo tren que me sacaría de aquel agujeronegro y me llevaría a alguna parte. Ya no recordaba a dónde.
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Un viajero errante
Non-FictionTal vez solo esté descubriendo el mundo. Me llamo Markus; mi vida siempre ha sido diferente. Puede que busque un lugar donde encajar, puede que solo sea un viajero errante; o puede que lo interesante de la historia no sea el destino, sino las aventu...