25- Mar de melocotoneros (Viaje 13)

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Han pasado dos horas desde que Musa y yo volvimos al pueblo y ahora caminamos de vuelta hacia el almacén. A lo lejos ya vemos al tal Jordi que se está fumando un pitillo reclinado contra la puerta de entrada de la nave junto con un par de jóvenes rubios y barrigones. Uno de ellos tiene la cara roja como un tomate. Cuando llegamos a su altura dejan de hablar, Jordi nos dirige una mirada sombría y después se encamina hacia su oficina sin dirigirnos la palabra.

No queda mucho tiempo para presentarnos. Nuestro jefe aparece al volante de un Santana abollado y oxidado. Nos subimos imitando a los rubios. Siguen callados.

Nuestro jefe deja la carretera asfaltada poco después de salir del pueblo y nos metemos por un camino de tierra. El coche rebota una barbaridad sobre las piedras. Miro hacia adelante y me encuentro con los ojos del jefe contemplándonos a través del retrovisor.

—Veréis, normalmente solo cogemos fruta por la mañana con la fresca, pero hemos tenido problemas y vamos retrasados —nos explica.

—¿Qué problemas?

El rubio de la cara roja abre la boca por primera vez:

—Problema son españoles que no saben trabajar. Todo el día problema: ¡Ay, hace calor! ¡Ay, tengo sed! ¡Ay, mucho trabajo! ¡Ay, roto uña!

El otro rubio estalla en carcajadas. Mi cara debe ser un poema, pues nuestro jefe nos sonríe.

—Bueno, más o menos. Normalmente solo contrato gente mediante la Unió de Pagesos. Estos contratan a rumanos, sudamericanos y africanos en sus países de origen para hacerles los papeles para que puedan venir aquí a las temporadas. Y me iba muy bien, porque nadie de aquí quería trabajar en el campo.

—¿Y entonces qué pasó? —pregunta Musa.

—Empezó la crisis, y el gobierno pensó que sería buena idea obligar a la organización a inscribir preferentemente españoles de los que se han quedado en las listas del paro en vez de traer tanta gente de fuera. Para que baje el paro, ya veis. ¡Estúpidos!

—¿Y qué es lo que falló?

—Nada, este año todo campo lleno de niño de papá que no sabe trabajar. Todo el día queja. Un rumano trabaja como tres de ellos —interviene de nuevo el de la cara roja.

—Tampoco te pases Vasile —regaña el jefe—. No tienen la culpa de no saber dónde se metían. Pero sí, hemos tenido un montón de estudiantes y gente sin idea de campo que a los cinco días se han largado porque les pareció demasiado duro. Y ya no da tiempo para que la Unió prepare visados para la gente que viene de África y Sudamérica. Nos tenemos que apañar con los pocos rumanos que han podido venir y con los cuatro que siguen viniendo del pueblo. Nos falta gente y estamos echando horas a saco. Por eso me alegro de que hayáis llegado justo ahora. —Giramos en otra bifurcación, el jefe detiene el coche un poco más adelante al lado de una pequeña caseta de bloques de cemento situada en el medio de un auténtico mar de melocotoneros. Los dos rumanos se bajan casi al instante, nuestro jefe aún ni siquiera ha detenido el motor del coche—. Por cierto, si queréis y necesitáis alojamiento puedo intentar que os inscriban en la Unió. Solo os descuentan un diez por ciento del salario más o menos. Lo único es que tardarán unos días, mientras tanto tendréis que apañaros.

Estoy a punto de abrir la boca, pero Musa se me adelanta.

—No hace falta. Ya tenemos alojamiento.

Lo miro confuso. Me hace un gesto tranquilizador con la mano y me guiña el ojo a espaldas del jefe.

—Ah, entonces perfecto.

Hay media docena de trabajadores más, casi todos rumanos. Uno de ellos nos explica el punto óptimo en el que tienen que estar las frutas que vamos a coger. A mí me parecen demasiado verdes, pero qué se yo. Supongo que será para que no maduren antes de llegar a la tienda.

El ritmo de trabajo deja poco tiempo para pensar y las horas se me pasan volando. Cuando el sol se convierte en un gran disco anaranjado en el horizonte, nuestro jefe vuelve con un pequeño camioncito y cargamos la fruta en él antes de volver al pueblo.

El Santana nos deja delante del almacén, un par de ocupantes se bajan junto con nosotros. El resto sigue adelante.

—¿Dónde vamos a dormir? —pregunto a Musa. Nuestros dos compañeros se han perdido por una callejuela lateral. Las farolas se prenden. Hay ajetreo a estas horas de la tarde. Con la fresca muchos ancianos han sacado sus sillas a la calle y se han puesto a conversar entre ellos. Algunos nos saludan. Esto es algo que pocas veces te encuentras en la ciudad.

—Tranquilo, conozco un sitio, pero antes vamos a comprar algo para comer.

Decido no preguntar más. Para mi sorpresa hay una pequeña tienda aún abierta que vende comestibles. Reponemos provisiones y después volvemos al banco sobre el que comimos. Cenamos algo a la luz de las farolas y preparamos un bocadillo para el día siguiente.

—¡Vamos! —dice Musa.

Me dejo guiar por él hacia la otra salida del pueblo. Allí Musa se para y mira a nuestro alrededor. Solo hay una pareja de ancianos paseando un perro a lo lejos. Cuando desaparecen de la vista volvemos a arrancar. Entramos por un camino que lleva a una nave perdida en medio de un zarzal.

—¿Es ahí? —pregunto. He visto movimiento en la construcción iluminada por la débil luz que llega desde el pueblo. Me estoy poniendo un poco nervioso, aunque sigo teniendo la sensación de que Musa es de fiar.

—Sí, hay más gente, pero tranquilo, los conozco.

No voy a cuestionarlo. Musa se para a un lado a mear, yo sigo adelante para darle intimidad. Casi me tropiezo con un hombre negro que ha salido de la nada y me corta el paso. Paro en seco y levanto la vista asustado. El tipo me contempla con cara de pocos amigos.

—Esto propiedad privada, no puede pasar.

No sé qué contestar. Espero a que Musa llegue a nuestra altura y me saque del apuro.

—Déjale entrar Samuel, es amigo mío...

—¿Y si llama a la policía? —El tal Samuel sigue sin apartar la mirada de mí. Me remuevo en el sitio incómodo.

—Te he dicho que es amigo mío —repite Musa.

Por fin el otro hombre se aparta. Sonrío. Supongo que llevarle la contraria a un coloso como Musa es algo que cualquiera se piensa dos veces.

Cruzamos una puerta sin cerrojo sujeta mediante una cuerda. Una tenue bombilla colgada del techo ilumina el lugar. Huele a sudor, a cuerpos hacinados, pero es soportable. Puedo ver al menos veinte hombres, todos africanos, mirándome. En general, aparte de Samuel, sus miradas son amables y solo parecen curiosos por el hecho de que esté aquí con ellos.

—Hemos puenteado la luz y el agua. Los del pueblo creen que esto está abandonado. Cuando salgas asegúrate de que nadie te vea para que no nos causen problemas los del pueblo —me explica Musa.

No tengo intención de delatarlos. Lo único que tengo es sueño. Extiendo misaco en una esquina. Mañana nos espera nuestra primera jornada completa.

Un viajero erranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora