Me despierto entre la penumbra de la habitación de Alba, apenas aclarada por los cuatro rayos de sol que se filtran a través de las persianas bajadas y la luz que se cuela por la puerta del pasillo abierta a mis espaldas. Estiro los brazos sobre mi cabeza con pereza y vuelvo a acurrucarme en posición fetal echado sobre un lado. Mi vista cae sobre un póster de Elvis Presley colgado en la pared en el que antes no me había fijado. También hay un despertador rojo sobre una mesita de noche. Marca las 11:37.
¡Qué tarde! Tampoco es que pase nada, pero estoy acostumbrado a despertarme antes de que salga el sol. Supongo que, cuando al fin nos dormimos ayer, ya eran las tantas. No me he dado cuenta de la hora a la que se ha levantado Alba, pero detrás de mí hay un hueco entre las sábanas que aún se conserva más caliente que el resto de la cama y huele al champú que usa ella. Se escuchan pasos ahogados por el pasillo. El clic de una puerta en la distancia. De nuevo silencio. Cierro los ojos.
Por mi cabeza pasan imágenes a toda velocidad. Una pradera repleta de las flores blancas de los rábanos salvajes que salen cada primavera, naranjos cargados, risas infantiles. Luego un río, claro como un espejo. Hay un sol flotando allá abajo, entre los peces. Entre mis piernas. Entre las piernas de mis hermanos. Luego estamos sentados bajo un naranjo. Ya no nos reímos. Se escuchan gritos provenientes de la casa. Papá ha vuelto a enfadarse. Nos miramos asustados. Silencio. De nuevo gritos. Espera. ¿Los gritos son reales?
Entreabro los ojos poco a poco. El naranjo se desdibuja y toma la forma de Elvis Presley. Una sombra proveniente del pasillo le oscurece el rostro.
—¡Vete a la mierda! —se escucha de nuevo. Un motor ruge. Ruedas rechinan en alguna parte. Luego silencio.
Elvis me guiña un ojo. Espera, ¿qué? No, no. Es la sombra que se ha movido. Muy despacio me doy la vuelta para tratar de descubrir qué la proyecta. Una figura diminuta resalta sobre el vacío de la puerta del pasillo. Pelos negros recortados, ojos marrones inmensos y una fina boca de labios entreabiertos. Pequeños brazos que sujetan un osito de peluche de color lila. Pestañeo y me froto los ojos. No ha desaparecido. Es una niña de unos tres o cuatro años que me contempla aparentemente tan sorprendida como yo a ella.
—Hola —susurro. La niña se abraza a su osito. No hay ninguna respuesta.
Se escuchan pasos por el pasillo. La figura de Alba se dibuja tras la pequeña.
—¡Ey! Hola, buenos días, Markus. —De nuevo silencio, la niña mira hacia arriba sorprendida. Alba le apoya ambas manos sobre los hombros. Me mira y después baja la mirada—. Supongo que tengo que presentaros. —Emite un suspiro apenas audible—. Esta es mi hija. Se llama Amaia. Y él es Markus, es un amigo. Vamos, Amaia, ¡salúdale!
Muy despacio la niña levanta la mano derecha, luego se escurre del abrazo de su madre y sale despavorida hacia el pasillo.
Un rato después estamos sentados ante la mesa de la cocina en silencio. La cafetera chirría, Alba se levanta de un salto y la retira del fuego.
—Oye, tienes una niña preciosa. —Alba pega un respingo. Una mancha de café salpica el blanco de la encimera. Maldice en voz baja. Vuelve a apoyar la cafetera, agarra un trapo y limpia el estropicio—. Se parece a ti.
—Gracias —susurra Alba mientras me sirve el café. Luego el silencio nos envuelve otra vez. Siendo sincero, con su cuerpo casi de adolescente nunca me hubiera imaginado que Alba era madre. No se le nota nada. Tal vez las mujeres acostumbradas a hacer mucho ejercicio se recuperan mejor de los embarazos. Vuelve a levantarse y se acerca a su bolso que sigue tirado en el suelo junto a la puerta—. Toma, tu parte de lo de ayer, antes de que se me olvide. —Me extiende cuatro billetes de cincuenta.
—No hace falta. Creo que tú los necesitas más. Además, llevo más de una semana viviendo aquí gratis.
—Bueno, pero de algo tendrás que vivir.
—No te preocupes, trabajé en la fruta antes de venir aquí, tengo pasta. Además, los chicos a los que doy clase en La Makabra, también me pagan.
—Bueno.
Tomo un sorbo de café, despacio, porque quema en la lengua. Se escucha el ruido de Alba bebiendo de su taza. Su hija entra en la cocina y se apoya contra su pierna. Todavía con el osito en brazos. Ambas me miran. Alba se muerde el labio.
—¿Qué pasa?
—¿Qué piensas hacer ahora? —me pregunta.
—No sé, no lo he pensado aún. De momento seguir dando clases a los chicos esos y ver si puedo aprender algo nuevo en la nave, luego ya veré.
—Puedes quedarte aquí si quieres. A mí no me estorbas. —Parece una oferta, pero por alguna razón me ha sonado más bien a ruego—. Yo voy a trabajar de camarera el finde que viene, pero luego estaré por aquí, e igual podemos mirar si nos sale otra oportunidad de presentar nuestro número ahora que lo tenemos ensayado.
—Vale, por mi genial.
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Un viajero errante
Non-FictionTal vez solo esté descubriendo el mundo. Me llamo Markus; mi vida siempre ha sido diferente. Puede que busque un lugar donde encajar, puede que solo sea un viajero errante; o puede que lo interesante de la historia no sea el destino, sino las aventu...