41- Desubicado (Viaje 21)

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Circulamos a paso lento por la avenida de una urbanización. Hoy es el día. Hoy nos toca actuar a Alba y a mí. Estoy tan nervioso que me tiemblan las piernas, pero intento aparentar tranquilidad. Bajo la cálida luz del atardecer veo palmeras. También césped cuidado y mansiones inmensas. Al fondo el mar. ¿Dónde estamos? Ni me he fijado en las señales. Levanto la vista y diviso un cartel al final de la carretera. «¡Felices dieciocho, Paula!»

Seguimos avanzando y el cartel ya no está tan lejos. ¿Actuamos en un cumpleaños? Si Alba me lo dijo, no presté atención. ¿Quién contrata una actuación de circo para un cumpleaños?

Entramos a través de un portal de hierro forjado cubierto de globos de colores, y recorremos un camino de gravilla blanca hasta un aparcamiento. Alba deja su viejo Opel Corsa oxidado entre un rebaño de Audis, Mercedes y demás coches de alta gama. Un segurata gigante se nos acerca con cara de mala hostia.

—Lo siento, esto es privado. —Parece señalar lo obvio, que destacamos como un cardo entre un campo de girasoles.

—Venimos a actuar.

—¿Eh? Ah, bueno, vale. Seguidme. —Al escuchar el portazo de Alba el tipo se vuelve a girar hacia nosotros. Sus párpados se elevan por encima de sus gafas y su barbilla parece querer caer hacia el suelo—. Con el coche, digo.

Después de aparcar de nuevo, ahora en un descampado tras unas cuadras de caballo junto a un todoterreno viejo y una C-15, nos dirigimos hacia donde se halla reunido el grueso de los presentes. Un extenso pedazo de césped situado delante de una mansión enorme.

Se escuchan conversaciones, risas. Jóvenes trajeados contemplan cómo una manada de niños salta una y otra vez dentro de una piscina iluminada desde abajo. A un lado de la pradera veo un pórtico de aluminio del que cuelgan unas telas. Las telas de Alba. Al otro lado hay un seto. Tras él el azul del mar se extiende hasta el horizonte, solo interrumpido aquí y allá por algún velero. ¿Por qué se bañan en la piscina teniendo la playa a menos de cien metros?

—Impresionante, ¿verdad? —me susurra Alba al oído—. Y dicen que hace treinta años el dueño estaba en la ruina. Montó un negocio de construcción y se hizo millonario.

—Pues sí.

—Mira, es ese que viene hacia nosotros, se llama Carlos —añade señalando a un tipo calvo, con mofletes y unos cincuenta kilos de más que se arrastra sobre el césped vestido con una simple camisa colorida medio desanudada y unos pantalones de turista dominguero sencillos.

—¿Ese es el dueño?

—Sí.

—No lo parece.

—¡Hola Alba! —nos saluda ya desde lejos, haciendo caso omiso de las miradas de desagrado que nos regalan sus invitados—. ¡Qué bien que hayáis venido! Venid, os enseño un sitio donde podréis descansar y prepararos para vuestra actuación. A Paula le encantará la sorpresa. Desde que se perdió el espectáculo del Circo del Sol por la gripe que tuvo el mes pasado, no para de incordiarme con que quiere ver eso de las telas.

¿Circo del Sol? ¿Dónde me he metido? Seguimos al tal Carlos hacia un edificio bajito situado a escasos veinte metros del pórtico de Alba. Resulta ser un gimnasio equipado con bicis estáticas, cintas para correr y aparatos de hacer pesas de todas las formas y tamaños. Me pregunto cómo ha acabado contratando a Alba para su fiesta. Viendo su mansión, me extraña que no se haya buscado un trapecista de renombre. Aunque a saber lo que le hubiera cobrado uno. Dicen que los ricos no son ricos porque sí. ¿Verdad?

El tiempo de espera se me está haciendo eterno. Me están entrando ganas de aprovechar un momento en el que nadie me preste atención, escurrirme entre el jaleo de los invitados y desaparecer para nunca volver. Sé que no puedo, dejé mi mochila en casa de Alba y además esta no me quita ojo de encima.

Un viajero erranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora