32- Red de mentiras (Nuevos horizontes 6)

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En la primera noche que Mika y yo pasamos en aquella terraza del piso de la ONG me desvelé varias veces debido a voces o ruido de los motores de los coches que pasaban por la calle. Supongo que cuando llevas tiempo durmiendo en plena naturaleza con la única compañía del canto de los grillos o de algún búho perdido, cuesta cambiar el chip y tardamos un rato en volver a sentirnos cómodos en otras circunstancias. Todo me distraía. Los segundos se estiraban como si fueran de chicle; pero en algún momento debí haberme quedado dormido de nuevo, pues me desperté sintiendo el intenso sol de media mañana que se había elevado por encima de los edificios cercanos y me daba de lleno en la cara. Me giré y vi que el otro saco que había al lado del mío ya estaba vacío.

—¡Hola! —saludé a Mika cuando me lo encontré desayunando en el comedor.

—¡Shht! Callate, che —me susurró. Echó un vistazo al pasillo antes de proseguir—. Están casi todos dormidos aún. Althea se fue hace un rato y dijo que no vuelve hasta la tarde, pero me dejó una llave del piso por si queremos irnos a conocer la ciudad.

Hmm, vale.

—Tenés cara de sueño —observó Mika con una sonrisa—. Tomá, hay bananas y dátiles, y Althea dijo que también hay frutillas en la nevera.

Después de deambular un rato por un parque en el que nos encontramos dos camas elásticas enormes sobre las que disfrutamos saltando como niños pequeños, Mika se empeñó en que averiguáramos si había un mercado de abastos en la ciudad. Nos encontramos uno a apenas trescientos metros del parque. Además, como descubrimos poco después, abría a diario para que la gente pudiera conseguir viandas frescas de productores locales o cercanos. ¡Portugal es alucinante!

El mercado estaba situado en un gran edificio de dos plantas. Entramos en la primera. Había tal cantidad de gente deambulando alrededor de puestos en los que se vendían miel, mermeladas, otras conservas y chucherías de diversa índole que apenas podíamos avanzar. Me paré estupefacto delante de un tenderete de frutos secos.

—¿Qué pasa? —preguntó Mika—. Subamos al piso de arriba a ver si hay menos ruido y podemos actuar mejor que acá.

—¿Ves esos higos?

—¿Cuáles? ¿Esos?

—No, no, los de más arriba, los grandes, los que valen diez euros el kilo.

—Están muy caros, che. Seguro que encontramos otros más baratos.

—No es eso. No estoy pensando en comprarlos. Lo que pasa es que son del pueblo donde vive mi madre y allá apenas les dan un euro el kilo a los agricultores.

—¿En serio? Mirá vos. Allí ves que todo es un cuento, los comerciantes son unos ladrones. —Mika se quedó mirando los precios de los higos un par de segundos más y después dirigió la vista a la escalera—. Vamos, loco. Subamos, a ver si podemos actuar. Es buena hora, el mercado está a punto de cerrar. Igual, si tenemos suerte, nos dan las sobras que no han podido vender y que mañana estarán lacias.

Media hora después salimos con doce euros más en los bolsillos, ocho bolsas repletas de fruta, verdura, legumbres, queso fresco y hasta pescado. Mucho más de lo que me hubiera esperado. Habíamos conseguido comida para semanas. Supongo que no debían verse actuaciones parecidas a la nuestra con frecuencia por la zona.

Haber visto a Mika hacer malabares con dos nabos y tres manzanas fue la guinda del espectáculo. A pesar de que después de un rato una se le había caído, me daba envidia. Yo seguía sin ser capaz de levantar más de tres bolas. Ahogué la sensación desconcertante de que sin Mika era un completo inútil en el arte de sobrevivir en la calle y empujé mi bici tras él, intentando que ninguna de las bolsas que cargaba se rompiera o rozara con la rueda delantera, era bastante más complicado de lo que pudiera parecer.

Un viajero erranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora