34- La mascota (Nuevos horizontes 7)

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Por mucho que nos esforzáramos pedaleando Mika y yo, tardamos un día más de lo planeado en llegar a la casa de su amigo. Estaba en un tranquilo pueblo costero llamado Salir do Porto situado cerca de una pequeña bahía. No sé qué destacar del pueblo, aparte de que estaba lleno de turistas. Nos pasábamos el día dando vueltas por la playa, actuando en los mercados de algún pueblo cercano o grabando en el estudio de Joao; que era como se llamaba nuestro nuevo anfitrión.

Igual se podría decir que más bien grababan ellos. Mika tocaba la flauta de pan, el charango o la guitarra y cantaba; Joao añadía percusión y mezclaba todo el trabajo. Yo solo metía algunos detalles con mi arpa de boca. Según Mika me quedaba genial, pero me sentía eclipsado y tenía la sensación de que solo lo decía para animarme y de que sobraba allí.

Tenía la sospecha de que Joao pensaba lo mismo que yo, a juzgar por cómo me miraba, pero nunca lo expresó en voz alta.

Según fueron pasando más días, empecé a temer que igual nos perderíamos el festival de circo en el que habíamos quedado encontrarnos de nuevo con Bianca y Althea. Cada vez tenía más ganas de marcharme de una vez. Y no era el único que quería que nos fuéramos. La novia de Joao también parecía molesta de que estuviéramos allí, aunque ni su novio, ni Mika parecían darse cuenta de ello. O tal vez no querían darse cuenta de ello.

Igual tampoco era demasiado evidente, la chica solo nos dedicaba alguna mirada sombría fugaz o algún resoplido ocasional; luego volvía a su quehacer diario o a lo que le mandaba Joao. Tampoco se quejaba en voz alta de nosotros, era su actitud. Una tenue hostilidad latente, apenas visible bajo la máscara de sonrisas falsas que nos dedicaba por ser amigos de Joao. Me recordaba a mi madre en los tiempos en los que esta hacía todo lo que mandaba Natanael sin rechistar. Lavar, cocinar, planchar, estar pendiente de que a "su" hombre no le faltara de nada y demás parafernalia. La chica no parecía tener más trabajo que ese. Un día creí entender que se escapó de casa de sus padres con 19 años y que Joao la acogió, quizá ese era el problema.

Poco a poco la tensión fue en aumento. Un día nos cortó la luz de la caseta que nos había dejado Joao para dormir, en un momento en el que este no estaba en casa. Otro día regresamos de la playa y nos encontramos con la puerta de entrada del jardín que rodeaba la casa cerrada con llave. Tuvimos que saltar un muro para entrar. Joao siempre se disculpaba diciendo que su novia era una despistada. Mika le decía que no pasaba nada, pero yo no podía dejar de pensar que era demasiado raro para que solo fueran coincidencias.

Días después, Mika decidió que nos marcharíamos rumbo al norte. Respiré aliviado, aunque no lograba quitarme la sensación de encima de sentirme arrastrado de un lugar a otro. Era una mascota con su nuevo amo, un animal de compañía al que pasean y dan de comer porque nunca aprendió a vivir solo. A veces pensaba que solo existimos dos tipos de personas: o eres de los que toman sus propias decisiones, o eres de los que dejan que otros las tomen por ti como les pasaba a mi madre y a la novia de Joao. Yo era claramente de los segundos. O igual era parte de un tercer grupo, de los que eligen a quién y a qué decisiones amoldarse en cada momento. Porque eso no es lo mismo que hacer caso a cualquier cosa que te digan, ¿verdad?

Tampoco hubiera podido decir que nadie me mandara nada de forma directa. Más bien tenía la sensación de que, si no quería quedarme solo en el mundo, tenía que hacer caso a las decisiones de los que habían visto más y vivido más que yo. Ya era algo que había sentido antes, tanto con Noah como con Arno, e incluso con Umberto. A veces no hace falta que nos obliguen a algo. Sabía que la puerta hacia mis propias decisiones siempre había estado abierta, pero al otro lado dormitaba un mundo extraño, hostil; lleno de incertidumbres, trampas y peligros. Me daba demasiado miedo asomarme a él.

Anhelaba ser capaz algún día de dar ese paso hacia la oscuridad. También esperaba que lo que pudiera aprender de Mika me ayudara para ello. Practicaba los trucos de malabares que me enseñaba a cada rato libre que tenía y cada vez me salía mejor. A pesar de ello, Mika siempre ganaba muchísimo más que yo cada vez que se colocaba en algún semáforo. Quizá me faltaba su desparpajo.

Tal como me había temido, calculamos mal el tiempo y la distancia que había hasta el pueblo donde se celebraba el festival, situado entre Oporto y Aveiro. Apenas fuimos capaces de llegar el último día antes de su cierre. Había una multitud considerable reunida en la plaza del pueblo, tanta que temí que seríamos incapaces de encontrar a Bianca y a Althea entre la gente. Estuvimos un buen rato dando vueltas hasta que reparamos en una figura en la otra punta. Era más alta que el resto por el hecho de andar sobre zancos y no paraba de agitar los brazos en nuestra dirección, resultó ser Althea. Cuando llegamos a su altura se apoyó sobre una pared y estalló en carcajadas.

—¡Chicos! ¡De verdad llegasteis en bici! ¡Con lo lejos que es!

¿Por qué esta chica se sorprendía siempre por lo mismo?

—¡Claro! —exclamó Mika—. Una vez que te acostumbrás a rodar, llegás a cualquier parte.

Quise observar que habíamos llegado tarde, pero me mordí la lengua.

—Bianca se marchó ayer, se fue al sur a encontrarse con Stephy, se quieren ir al Algarve unos días y luego igual van al rainbow. Yo me quise quedar al desfile y luego me pensaba ir al rainbow también. Ya debe quedar poco para que monten el seed camp.

—¡Loca! Compráte una bici y te venís con nosotros. También queremos ir.

—¿Quieres decir que alguien venderá alguna?

—¡Claro! En los pueblos siempre hay algún abuelito con una bici olvidada en el trastero.

—¡Pues estaría genial! Yo pensaba ir en autobús o Blablacar, pero eso sería mucho mejor. ¡Vamos en bici! —Estalló en carcajadas de nuevo—. ¡Qué bien que hayáis venido!

Parecía querer añadir algo más, pero en ese instante alguien comenzó a tocar un bombo enorme y el desfile comenzó.

Para mi sorpresa, esa misma tarde Mika encontró una bici vieja por la que apenas le cobraron treinta euros. Así que fuimos tres cuando salimos de nuevo rumbo al sur a la mañana siguiente.

Cuatro días más tarde llegamos a la demarcación señalada en el mapa como el lugar donde se celebraría el rainbow. Un valle perdido entre las montañas por cuyo fondo transcurría un riachuelo que había que cruzar para poder acceder al sitio. Ya de lejos se divisaba una estructura improvisada de palos cubierta por una polisombra verdosa alrededor de la que deambulaban los primeros visitantes, cual ejército de hormigas somnolientas.

De momento había pocas caras conocidas. Estaban Bob y Sebas, dos de loschicos que habían montado la discusión en casa de Noah que me llevó a emprendermi viaje con Mika; y también estaba una chica francesa llamada Amelie cuya cararecordaba del otro rainbow, pero con la que no había hablado mucho aún.No me entusiasmaba demasiado ver a Sebas y a Bob de nuevo. Me molestaba laforma despectiva en la que hablaban sobre Noah entre ellos, pero agradecí elhecho de poder quedarme un tiempo sin moverme del mismo sitio. Estaba cansadode dar vueltas y vueltas de un lugar a otro. Y parecía un lugar ideal en el quetener tiempo para seguir practicando mis dotes de malabarista. Además, había elsuficiente espacio como para no tener que cruzarme con nadie si no quería.

Un viajero erranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora