40- El rey del camuflaje (Nuevos horizontes 10)

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El rainbow estaba entrando en su último cuarto al igual que la luna. Mika, Amelie, Althea y yo contemplábamos el atardecer, sentados al lado de una de nuestras zonas de baño favoritas, cuando una silueta se dibujó en el horizonte. Según se iba acercando fue tomando forma de mujer. Mika la contemplaba como si estuviera viendo un fantasma.

—¡Esther! —gritó de repente. Se levantó de un salto y corrió en dirección de la recién llegada.

—¿Quién es? —preguntó Amelie en un susurro.

—Su novia, creo.

Llegaron a nuestra altura; Mika casi saltando como las cabras; Esther arrastrando una mochila enorme, de la que sobresalía una barra de hierro, con paso cansino como una tortuga. Era una chica bajita de larga melena castaña y una rasta solitaria entremedias, unos pequeños ojillos curiosos de color avellana y una boca exageradamente ancha. Casi parecía que podría sonreír de oreja a oreja.

—Mirá, estas son Althea y Amelie, y ese pibe de allí es Markus, ya te hablé de él en el mail que te envié, también le gusta el circo y el trapecio —nos presentó Mika—. Ella es Esther.

—¡Hola!

—¡Hola! Encantada.

—Ven siéntate con nosotras, espera, te hago sitio.

La tal Esther dejó caer su mochila y se sentó en el espacio que había dejado Althea a su izquierda emitiendo un sonoro quejido de alivio.

—¿Qué hay de nuevo, mina? —preguntó Mika—. ¿Qué tal el viaje?

—¡Buah! No me preguntes.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—He venido en autostop desde Huelva, ocho horas.

—¿No conseguiste aventón?

—¡Qué sí, tío! No pensaba que fuera tan lejos, esto está en el quinto pino. Hice casi todo el trayecto con un camionero.

—Ah, ¡qué majo!

—Bueno, sí, al principio fue majo, luego..., luego se me comenzó a insinuar.

—¡Hala! ¡Menudo capullo!

—Yo le daba largas y largas todo el rato, y no parecía querer comprenderme.

—¿Qué decís, boluda? ¿Estás bien? ¿Te dañó?

—¡Qué no! Déjame terminar. ¡Joder! ¿Tiene pinta de que me hiciera daño?

—Lo siento, no sé. ¿Qué mosca te picó?

—Nada, tranquilo. El único problema que tuve fue que, cuando eso, cuando se dio cuenta de que no íbamos a follar, me dejó tirado en medio de la nada y me costó casi una hora conseguir otro transporte para seguir. Estoy bien, no pasa nada.

Me pregunté qué final hubiera tenido la historia de Esther en el caso de que no hubiera estado cuadrada como un portero de discoteca. Parecía un toro en miniatura, capaz de tumbarle el brazo a todos los presentes si alguno se atreviera a echarle un pulso. Me comenzaron a entrar náuseas. A juzgar por lo blanco que se había puesto Mika, a él también.

—¿Entonces te gusta el trapecio, Markus? —Esther me miró de arriba a abajo como evaluando mi físico. Esbozó una sonrisa en los labios. Me pareció forzada. Supuse que lo que quería era cambiar de tema.

—Sí, en la finca en la que vivíamos antes teníamos uno —respondí algo incómodo bajo su análisis. Estaba en forma, pero a su lado parecía enclenque—. Nunca tomé clases ni nada. Solo he ido practicando lo que me enseñaron por allí gente que pasaba. Y Noah, el hombre con el que vivía, también sabía algo.

Un viajero erranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora