Mi chica.

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Su nombre es Jessica. Tiene veintiséis años, y es mi chica. Nunca había creído en el amor a primera vista hasta que la conocí. Fue un día lluvioso en septiembre del año pasado. Estaba sentándome en la parada del autobús, esperando que la lluvia parara para continuar mi caminata al apartamento, cuando se sentó en la banca a mi lado con su periódico.

No pude evitar mirarla por un momento demasiado largo. Creo que sintió que estaba mirándola, porque me miró con sus grandes ojos azules y su pelo oscuro cayendo en su cara. Me enamoré de ella inmediatamente. Hablamos por un rato; se veía nerviosa porque su autobús estaba atrasado. Finalmente llegó diez minutos después, y me metí en él con ella para que pudiéramos continuar nuestra conversación. Nos llevamos bien rápido. La vi bajarse en su parada, caminar a su casa y entrar. Luego caminé al apartamento con mariposas en mi estómago.

Me mudé con Jessica unos dos meses después de conocernos. Ambos éramos tan felices. Ella solía cantar tan hermosamente cuando se preparaba para el trabajo en las mañanas, cuando cocinaba la cena, cuando llegaba a casa, cuando se preparaba para ir a dormir. Sentía mariposas de nuevo cuando sonreía. Nunca imaginé que podría ser tan feliz.

Hacíamos todo juntos. Íbamos al cine, corríamos en el parque y amaba mirarla jugar videojuegos. Nunca había sido un fanático, pero mirarla jugar siempre era tan divertido. La vida se veía tan perfecta.

Así fue hasta que su madre falleció tres meses después de que me mudé. Jessica empezó a aislarse luego de eso. Se volvió tan deprimida que pasaba días en su casa sin moverse, sin dormir. Cuando dormía, gemía suavemente y balbuceaba cosas sin sentido, despertándose en pánico. Nuestra casa ya no contaba con el eco de su hermosa voz. Fue reemplazada con los sonidos de su llanto, desde lloriqueos gentiles hasta horas de sollozos altos. Su dolor podía escucharse desde cada cuarto de la casa. Casi nunca se iba, y sus amigas dejaron de venir; se negaba a abrir la puerta cuando tocaban. Se encerró en la habitación. Me daba tanto miedo dejarla sola que llamé a mi jefe y renuncié. Nunca le conté, pero nunca preguntó.

Me sentí tan atrapado. No podía irme. No podía comer. Dormía cuatro horas por noche con suerte. Demonios, si tenía que ir al baño, lo aguantaba hasta tener miedo de hacerme encima. Si no estoy mirándola, ella quizá... No quiero pensar en lo que pueda hacer. Trato de seguir con la vida y tener una actitud positiva. Vivo con el amor de mi vida, y cuando duerme, me levanto para acurrucarme en la cama con ella y sostener su mano mientras la abrazo, esperando que mi tacto quizá la reconforte.

En estos últimos meses, Jessica se ha vuelto paranoica. Clama que está siendo vista por el fantasma de su madre. Va cuarto por cuarto, gritando: «Mamá, sé que estás conmigo. Por favor, muéstrate. Te extraño mucho». Rompe mi corazón verla y escucharla hablando con cuartos vacíos, pero parece reconfortarla en formas que yo no puedo hacerlo. Parece que puede relajarse más; debe ser terapéutico. Ha empezado a sentirse bien dejando la cama, y luego saliendo de casa. Empezó a cantar de nuevo; suavemente y con voz temblorosa al principio, pero ahora su voz es casi la misma que antes. No tanto, pero cerca. Cree que al fantasma de su madre le gusta escucharla. Supongo que debo dejarla continuar con su ilusión. Parece que ayuda, y ahora a veces tengo tiempo para salir por aire fresco y comida. Supongo que también me ayuda.

Sin embargo, se ha vuelto olvidadiza. La escucho siempre hablando consigo misma. «Juro que puse mis pantuflas junto a la cama», o: «¿Ya me comí ese espagueti?». Culpa al fantasma por mover sus cosas, creo. Empezó a volverse más locuaz, hablando por teléfono con sus amigas. Les dice que escucha sonidos en la casa cuando está sola. Dice que tiene que ser su madre cuidándola, ¿cierto? Nunca escucho las respuestas de sus amigas, y nunca pregunto. Solo continúo, mi amor por ella nunca decayendo.

Ayer le dijo a una de sus amigas que, por un largo tiempo, ha sentido que la están mirando. Encontró un agujero pequeño, casi tan grande como un lápiz, en el techo de su habitación. Mientras paseaba por la casa, encontró al menos uno en el techo de cada cuarto. Escuchó un sonido en el ático, pero se convenció de que solo era un mapache, una ardilla o algo así.

Gracias a Dios que no ha venido al ático. Porque no sé lo que haría si me encontrara aquí, siempre mirándola desde los agujeros en su techo.

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