Arlequin

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No todo en la vida debería ser tan malo, a veces está condimentada de sorpresas agradables, de situaciones que alimentan al alma (en caso de que el alma exista). Me llamo Reymond Salas, soy abogado de profesión, tengo dos hijas pequeñas, mi esposa me abandonó y ahora viven con ella. Creo que fue a causa de la casa. ¿Por qué la casa? Bueno, no es como cualquier domicilio que se les venga a la mente; esta tiene vida.

Sofía y yo nos casamos en el verano de 1998, fue precedido por un noviazgo de seis años. La conocí en el campus universitario, ella estaba más interesada en la criminología y yo en la materia fiscal, pero desde que la vi supe que nuestras vidas se entrelazarían, y no me equivoqué, hasta ese punto.

Vivíamos en un departamento pequeño cerca del campus en donde nos conocimos, después nos mudamos calles más abajo a un lugar amplio y barato. Fue una ganga, un golpe de suerte. ¿Ven? Se los dije, no todo en la vida debería ser tan malo.

Fue después de vivir juntos y descubrir que nuestra relación podría sobrevivir bajo el mismo techo, que decidimos casarnos. Fue una boda sencilla, con la familia de ambos y los amigos más cercanos. No estoy seguro de si esa misma noche concebimos a mi primogénito, pero les aseguro que tener descendencia era un sueño compartido con mi esposa.

Al correr de las semanas, Sofía dio muestras de embarazo, noticia que nos ilusionó demasiado, y que se corroboró con exámenes que mostraban la gestación de un bebé en su vientre. Vista esta confirmación fuimos con el médico para seguir el proceso del embarazo y cuidar de todos los aspectos para la salud tanto de mi mujer como la del bebé en formación.

Todo marchaba perfecto, con la noticia del embarazo, sucesos afortunados sucedían uno tras otro. La familia de ella y mía se mostraban eufóricos, nuestros amigos se congratulaban con la buena nueva. Conseguí un trabajo con salario fijo y altamente remunerado en una firma importante de abogados, lo que me dio holgura económica para conseguir un lugar más amplio para Sofía y el bebé, nuestra propia casa. La vida está condimentada de buenas sorpresas (¿no se los dije?).

Nuestro bebé continuó su formación, seguíamos visitando al médico para cuidar todos los detalles de su sana evolución. Sofía ya cumplía cinco meses de embarazo, el bebé no se dejaba ver del todo y desconocíamos su género. A veces creíamos que era niña, pero las imágenes emitidas por las sonografías no eran muy claras. Con preocupación el doctor nos comentaba que el bebé perdía peso; el riesgo era alto, no solo de perder al bebé, sino de que mi mujer muriese a causa de las complicaciones del parto.

Mi esposa ingresó de urgencias al hospital una noche en que el cielo se caía a pedazos. Ella describió en nuestro hogar un fuerte dolor dentro de su estómago, pensó que el bebé le rompía las entrañas. Sufrió una ruptura prematura de membranas derramándose el líquido amniótico que rodea a la criatura. Algunos estudios de ultrasonido se le realizaron en los siguientes días en que ella estuvo internada, esto ante la sospecha de una anomalía en el producto. No fue sino hasta el quinto día que en el estudio ecográfico se pudo observar una malformación facial al nivel de sus órbitas oculares y en la región de su nariz, así como en manos y pies.

Mi mujer se salvó, el bebé también, pero no del todo: había nacido prematuramente y con una complicación, una mutación genética derivada de la herencia de dos genes defectuosos, lo que en términos médicos llaman «recesivos autosómicos». Sofía y yo portamos ambos genes... qué fortuna. Esto genera en el producto problemas cutáneos, hace lucir a su piel con grandes escamas, como si estuviera cuarteada, con un rojo prominente entre las grietas. Los parpados salen volteados y carnosos, sus labios son excesivamente hinchados, lo que le da una apariencia de sonrisa burlona como la de un arlequín. Precisamente el síndrome se llama ictiosis arlequín.

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