En el invierno de 1944, en Ardennes, a causa de líneas de suministro gravadas en exceso, un médico del ejército alemán se había quedado sin plasma, vendajes y antiséptico. Durante una ronda particularmente mala de fuego de mortero, su campamento fue un baño de sangre. Aquellos que sobrevivieron aseguraron haber oído, entre los gritos y órdenes vociferadas por su teniente, a alguien riéndose a carcajadas en un tono casi afeminado. El médico había completado su labor en una oscuridad opresiva, como tantas veces lo había hecho, pero nunca había tenido a su disposición esa cantidad limitada de reservas. No importaba. Él cumpliría con su deber. Siempre había estado orgulloso de su eficiencia. El bombardero redirigió su blanco a otras líneas de la tropa, y la mayoría de los hombres se echaron a descansar en la oscuridad, faltando algunas horas para el amanecer del día de Año Nuevo. Los hombres despertaron con los primeros rayos de sol, horrorizados. Descubrieron que sus vendajes no eran vendajes ordinarios, sino tiras de carne humana. Una buena parte de los hombres habían recibido transfusiones de sangre, aun cuando no había reservas de sangre disponibles; cada hombre atendido estaba cubierto completamente, de pies a cabeza, con el color rojo oscuro de la sangre.
El médico fue encontrado sentado en una caja de municiones, viendo a la nada. Cuando un hombre se le acercó y le dio una palmada en el hombro, su guerrera cayó revelando que grandes trozos de piel, músculo y nervio habían sido removidos de su torso, y la sangre de su cuerpo había sido drenada. En una mano sostenía un escalpelo, y en la otra, un catéter. Ninguno de los hombres tratados por heridas esa noche, en ese campamento, vio el final de enero de 1945.